La huelga contra el plan fiscal felizmente languidece. Atrás quedará el recuento de sus daños. No voy a esconder mi indignación detrás de delicados eufemismos políticamente correctos. La lucha social que otrora dibujó momentos brillantes de nuestra historia quedó con su bandera mancillada, pervertida, ultrajada, desdibujada bajo falsas premisas.
Ojalá esa huelga sea un punto de no retorno del cómodo maridaje acostumbrado de extorsión sindical y flojera oportunista de políticos de turno. Alentados estaban los dirigentes sindicales con el recuerdo reciente de la fácil estampida en retirada, de vergonzosa memoria, de aquella administración Solís, ante la primera amenaza de “la madre de todas las huelgas”. Engañosa lección que envalentonó la prepotencia.
La torpeza se unió a una falta de principios éticos básicos. Una conducción arrogante condujo a crédulos y poco críticos seguidores a insólitos actos de inmoralidad social, como ocupar quirófanos e impedir cirugías, y al criminal sabotaje de un conducto de gas que pudo haber arrasado Matina. ¡Dichosamente, la Negrita quiere mucho a Costa Rica!
Esta vez no había margen para ceder al chantaje. Se trataba, en principio, del mismo tema: las precarias finanzas públicas. Pero “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Ya no estamos “cerca” del abismo sino en su mismo borde, con la arena desmoronándose bajo nuestros pies, a golpes de devaluación.
Tampoco llegó a gobernar Carlos Alvarado con cantos de sirena en “rutas de alegría”, sino con un voto consciente de su compromiso, nada populista, de saneamiento de las finanzas públicas. No podía ceder, no debía ceder. No cedió. ¡Bien por él, bien por todos!
La amenaza. La lucha sigue y, aunque con cabeza sindical adolorida, las amenazas de descarrilamiento del tren fiscal son grandes. No se puede cantar victoria, con el amargo recuerdo de las veces que la Sala IV echó por la borda proyectos fiscales. Tal vez, el fracaso de la huelga y el inmenso repudio que se ha granjeado lleve su murmullo de sensatez hasta esa alta magistratura.
Por lo pronto, la amenaza extrema está quedando atrás. ¿Volverá a quedar impune la espantosa afrenta a la salud, a la educación y a la seguridad nacional? Dependerá de las autoridades. Quedan avisados que su mano blanda arriesga, en nombre de la conciliación, alentar nuevos chantajes. De cerca, la ciudadanía los contempla, pero no habrá manifestaciones que demanden un freno a la impunidad.
La niña de Golfito que no pudo cambiar su marcapasos no tiene paladines. Al pie del quirófano quedaron el especialista y varios asistentes, impotentes frente a la falta de conciencia de otros miembros del personal necesario. La huelga no la siguieron todos, pero, a veces, una sola persona hace la diferencia, esta vez, para mal. De nada sirve el juramento hipocrático frente a una agenda engañosa.
Quienes condujeron por las trancas la lucha contra el plan fiscal tenían una fuerza de persuasión que no era suya y venía de lejos. Los frutos de bienestar y convivencia equitativa de nuestra historia se sembraron en luchas abonadas con semillas de prudencia y buen tino.
La conciliación fue siempre la herramienta; encontrar puntos de convergencia, la brújula y el bien común, el norte. El extremismo no germinó en Costa Rica.
Aún encontramos inspiración y orgullo en las manos diversas que escribieron las garantías sociales. Poco o nada queda de esa crónica responsable de análisis descarnados de la realidad, para plantear objetivos negociables con auténticos diálogos. Los días de gloria sindical quedaron atrás. ¿Qué sentirán ahora quienes dejaron arrastrar por el suelo sus conciencias para seguir consignas fallidas de burócratas sindicales empedernidos y… jubilados?
Ministros temerosos. Costa Rica tiene un serio problema con la conducción sindical actual. Todos los ministros de Educación tiemblan antes de insinuar siquiera cambios significativos en la calidad, en la evaluación del desempeño docente y en el condicionamiento del empleo a concurso público o examen de competencias. Y, al momento de escribir esto, los sindicatos de docentes aún no ceden.
Los jóvenes que se quedaron sin clases y los pacientes que perdieron sus citas médicas también tienen un problema con esta conducción. Ellos son víctimas inocentes y sus victimarios quedarán probablemente impunes. Sin embargo, y en esto quiero apartarme de consideraciones habituales frente al desatinado movimiento actual, el principal problema lo tienen los trabajadores.
El sindicalismo en Costa Rica no es una democracia, sino una monarquía o una dictadura. Las dirigencias se imponen a perpetuidad, eliminando todo disenso. No existe alternancia en los cargos de jerarquía. La transparencia que los trabajadores exigen del gobierno y de los políticos se la perdonan a sus propios dirigentes.
El fácil coraje con el que le quitan a un niño sus lecciones o a un paciente sus citas médicas no lo encuentran para demandar democracia, control de las bases sobre las dirigencias y pesos y contrapesos en las organizaciones obreras. El disgusto social se vuelve contra el sistema, pero en los sindicatos se convierte en complacencia con la dirigencia. Frente a los dirigentes, la exigencia de participación crítica calla.
Todos debemos sacar las lecciones apropiadas de la mal llamada “democracia de las calles”, pero, antes que nadie, aquellos que fueron arrastrados como mansas y mensas ovejas al atolladero en que ahora está inmerso el movimiento.
El plan fiscal es mejorable, y para mejorarlo se necesitará apoyo social y el concurso de las mejores conciencias. Para ello es necesario que el movimiento de los trabajadores se rescate de sí mismo. Hay pocas señales de que esto ocurra. La unanimidad reinante, en medio de la bancarrota, dice que aún falta mucho para que amanezca en esta larga noche oscura del alma sindical.
La autora es catedrática de la UNED.