Todos recordamos el apocalíptico terremoto en Haití. Fotos del averno, saturnal del horror. No hay tumbas para enterrar los cuerpos, que hieden, tirados a la vera de los caminos o aplastados bajo la piedra y el cemento.
Ni Doré, en sus grabados para la Divina comedia, habría podido concebir una panorámica tan apocalíptica, tan desoladora. Eso fue lo que hubo de padecer Haití en la tarde del martes 12 de enero del 2010, y en las semanas subsiguientes a la hecatombe, cuando la muerte corría desnuda, desmelenada, carcajeándose obscenamente por las calles de la semiderruida ciudad de Puerto Príncipe.
Sin embargo, hay otra cosa que me perturba. Cuando me dijeron que el número de víctimas ascendía a 50.000, me sentí decepcionado. No lo puedo explicar. Al sobrepasar la cifra los 200.000, me sentí más satisfecho. Los 300.000 heridos algo añaden a la apocalíptica belleza de la hecatombe. Pero, aun así, no es suficiente. Deberían haber sido 400.000, tal vez medio millón de muertos. La sexta parte de la población. El fin del país.
Recuerdo haber experimentado lo mismo cuando en agosto del 2007 se hundió el puente que conectaba las ciudades de Minneápolis y Saint-Paul: ¡Apenas diecinueve muertos! Y el día cuando encontraron el cuerpo de un bebé dentro de una caja de plástico a la deriva en un río de Luisiana… Me emociona el horror, con emoción malsana, que muchos hipócritas considerarán inhumana, pero que, mórbida o no, es lo más humano en el mundo.
La desensibilización mediática del dolor. La estetización del dolor (cuantos más muertos, más hermoso). El espectador siempre quiere más. Después de todo es un espectáculo, ¿no es cierto? Una buena película. Y yo quería ver más muertos.
De pronto no soy ya capaz de aproximación cordial (de cor: corazón) a las víctimas. Me disocio de ellas. Quiero estadísticas más abultadas. De alguna manera —no dudo que perversa— me embeleso con la muerte. La televisión ha hecho de la muerte un espectáculo, la ha banalizado. Aún más: rentabilizado. Cualquier cosa que se inscriba en el mágico rectángulo luminoso adquiere un aire de irrealidad: no podría ser sino ficción, ¿o me equivoco? Luego caigo en cuenta de la atrocidad de mi actitud y me doy miedo a mí mismo. No me reconozco.
Sensibilidad perdida. En lugar de asociarme al dolor del prójimo, me disocio de él, tomo distancia y lo contemplo como si de una buena película de acción se tratase. Nadie puede ver los telenoticiarios regularmente sin desensibilizarse ante la muerte.
No por cuanto nos sea reportada —conviene saber qué pasa en el mundo—, sino por la manera como nos es propuesta para la degustación. He oído gente, muchas veces, decir cosas como: “¡Qué malas estuvieron las noticias hoy: no hubo ningún muerto!”.
¿Dije que medio millón de muertos en Haití me habría parecido una cifra estimulante? ¿Qué tal un millón? ¿Dos millones? ¿Alguien ofrece más? No: un millón. Dejémoslo ahí. Inimaginable devastación. Un millón: no me doy por satisfecho con menos de eso.
Estadísticas, estadísticas. ¿Apenas 200.000 muertos? Bueno, es mejor, mucho mejor que los 50.000 originalmente anunciados. El pavoroso encanto de la destrucción. El ulular de las sirenas. La alarma infinita, la alarma universal. Tuba mirum spargens sonum. Saber que estoy viviendo un pedazo de apocalipsis. A ver, regateemos, regateemos un poco: ¿Qué tal si lo subimos a 300.000? Última oferta.
En su libro Eichmann en Jerusalén, la filósofa Hanna Arendt se detiene a considerar la psicología del capturado y enjuiciado nazi. No parece ser un hombre perverso, ni cruel, ni abyecto; no es ni siquiera particularmente inteligente o apasionado con su antigua militancia política. Es un pobre hombre. Un espíritu gris, chato, ordinario… un pequeño, desteñido, oficioso burócrata: no más que eso. Lejos de ser el genio del mal, el fuliginoso Plutón que todos esperaban.
No era antisemita (de hecho, como la mayoría de los alemanes de la época, estaba emparentado con judíos): para él los juden no eran más que “estadísticas”. Se limitó a cumplir con sus funciones de organizador de la logística de transportes del Holocausto. No había en él gran convicción ni beligerancia política. Tampoco alumbres filosóficos de ninguna índole. Arendt concluye que el caso Eichmann ilustra, de manera no se podría más elocuente, el proceso de banalización del mal. Los horrores que perpetró terminaron por antojársele triviales, consuetudinarios. Desaprendió cuanto en él podía haber de “empatía imaginativa” (Bergson), de capacidad de identificación y asociación cordial (de cor) con el prójimo y actuó con indiferencia e impasibilidad.
Si algo pareció lamentar en sus intervenciones —se refirió a eso una y otra vez—, fue que su carrera militar no le haya permitido ir más allá del rango de standartenführer (coronel). ¡Qué pena y qué pérdida para la humanidad! ¿No es cierto?
Tratamiento mediático. El terremoto de Haití me ha puesto en la misma tesitura moral de Eichmann, y créanme que lo deploro. Pero lejos estoy de considerarme el único individuo contagiado de esta enfermedad del espíritu. El moderno tratamiento mediático del dolor humano ha generado un proceso de desensibilización en muchas mentes. Desayunamos, almorzamos y cenamos dolor: los noticiarios nos lo administran diariamente, puntualmente.
El embotamiento, la erosión de la sensibilidad era inevitable. Es quizás el precio que había que pagar por gozar del privilegio de saber, en cada momento dado, todo lo que está sucediendo a lo ancho y largo del planeta. Una muerte es una tragedia: mil son ya una mera estadística.
Mil veces más abyecto es el fenómeno consistente en juzgar éticamente a quienes han sido víctimas de esas terribles tragedias (como si el dolor fuese siempre, por principio, el castigo de algo).
El reverendo Pat Robertson, dueño de una cadena evangélica de televisión de los Estados Unidos (¿dónde más podría verse cosa semejante?) ha dictado sentencia: el terremoto de Haití fue un “castigo divino” motivado por "la impía tradición vuduística de la población”. Más que merecida devastación —sostiene el santo varón—.
El mismo “pastor” había diagnosticado, años atrás, que el sida era la forma que Dios tenía de reprender la homosexualidad en la Tierra. Así pues, el dolor es siempre merecido, siempre punitivo. ¿Por qué? Por lo que sea. Si no hay razón aparente, es imperativo inventarla. Sin ella, no habría teología posible. Pecados fabulados, pecados extorsionados a través de la confesión.
Todo enfermo es un culpable que no se sabe tal. Así, los millones de niños africanos cuyos padres murieron de sida no serían otra cosa que criaturillas desnaturalizadas que bien merecido tenían su flagelo.
Armado del músculo económico de la extrema derecha norteamericana y del temible poder de los medios de comunicación, el reverendo Robertson es, hoy por hoy, para millones de personas en el mundo, la diestra de Dios. Retengan el nombre, reténganlo para siempre: el reverendo Pat Robertson, magnate de la comunicación, director ejecutivo y exministro de la Convención Bautista del Sur.
El autor es pianista y escritor.