Me gusta esta definición del Comité Internacional de la Cruz Roja sobre la seguridad económica: “La capacidad de las personas, hogares y comunidades de satisfacer sus necesidades básicas de manera sostenible y con dignidad”. Esa capacidad genera confianza en el futuro, la creencia en que no existen riesgos inminentes que amenacen nuestras condiciones de vida.
Hasta hace poco, la humanidad vivía en un estado de crónica inseguridad económica: malas cosechas originaban hambrunas, padecimientos de salud destrozaban la precaria subsistencia y las constantes guerras y arbitrariedades políticas cercenaban vidas y haciendas en cualquier momento.
No en vano un pensador como Hobbes imaginó un estado de naturaleza en el que “la vida era solitaria, pobre, asquerosa, brutal y corta”. Investigaciones más recientes han puesto en duda tal descripción para las sociedades nómadas e, interesantemente, la asocian con el surgimiento de las civilizaciones sedentarias, basadas en la concentración y explotación de mayorías por parte de poderosas élites.
El desarrollo en el siglo XX de los estados de bienestar removió de la inseguridad económica a cientos de millones, por lo menos en las democracias avanzadas y en algunos regímenes socialistas autoritarios europeos.
Por un momento fugaz, se creyó que había “recetas” para escapar de la precariedad. Hoy esa ilusión se derrumbó. La inseguridad ya no solo carcome a los pobres sino, crecientemente, a las clases medias y, en especial, a las personas jóvenes.
Para empezar, no sabemos si la crisis climática hará invivible al mundo. En el 2001, un prominente economista (Rodrik) advirtió: “Parte de la inseguridad se debe a la declinación de la protección del empleo y la volatilidad de los resultados de los hogares, parte a flujos de capital erráticos y a la inestabilidad… generada por el divorcio entre los instrumentos de estabilización y la economía real y, por último… a la debilidad de las instituciones de representación”.
Esa inseguridad está en la base de las recientes revueltas ciudadanas contra las democracias (Graetz y Shapiro, 2020). Es la furia por la traición percibida al contrato básico de que en ellas las personas tienen derechos y están protegidas.
Esa furia, entendible, tiene gran poder destructivo y es, por supuesto, manipulada por líderes que ven en ella la fuente de su poder. Por ello, es crucial atender la inseguridad económica.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.