Mucho me ha costado abordar el tema de esta columna. Lo digo porque estos días me recuerdan grandes dolores. Desde un ángulo muy personal, fue en una época como la presente que sufrimos con mi familia el peor golpe emocional que podíamos haber recibido: la muerte prematura de un hijo muy querido que residía y laboraba exitosamente como intérprete simultáneo en Saint Paul, Minnesota.
Poco a poco fui despertando del sopor que causa un sufrimiento intenso, gracias al calor familiar y al consuelo de la música como lo fue, y sigue siendo para mí, la de Gustav Mahler.
En particular, me refiero a sus Cantos para niños muertos. Tengo grabaciones de esta obra y mi predilecta es la interpretada por la Sinfónica de San Francisco, dirigida por Michael Tilson Thomas y cuya solista es la mezzosoprano Michelle DeYoung.
Volviendo a Mahler, el 24 de mayo de 1938 se inauguró en Düsseldorf la exhibición «Música degenerada», cuyo propósito era «galvanizar el odio público» contra la música «degenerada» asociada con los judíos.
El fanatismo nazi no dejó pasar la oportunidad de avanzar en su proyecto aprovechando la semana para glorificar la «música nacional».
La lista de géneros vilipendiados incluía la opereta y música atonal, pero especialmente de compositores judíos, además del jazz, tildado de música degenerada. La prohibición de su interpretación era el primer paso, seguido de otras discriminaciones y castigos que culminaron con la persecución física y la deportación.
Con esas perspectivas y un desalentador trasfondo de pobreza y sufrimiento físico y emotivo, y las pocas esperanzas que asomaban esquivas y distantes, Mahler vino al mundo el 7 de julio de 1860, en el empobrecido Kaliste, villorio bohemio, en el hogar judío paupérrimo del herrero Bernhard, quien cada día golpeaba a su esposa, Marie, renca de nacimiento, y a sus 14 retoños. La madre, a su vez, golpeaba a Gustav, y de ella heredó una condición cardíaca y complicaciones para caminar.
Durante una conversación con Jean Sibelius, y refiriéndose a su producción musical, Mahler insistió en que sus sinfonías eran «mundos enteros» que abrazaban sus gustos literarios, sus neurosis, respuestas a la naturaleza y, más específicamente, el inexorable ciclo de vida y muerte. Aguda observación.
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