Los desafíos económicos que el presidente, Carlos Alvarado, enfrentaba cuando fue elegido no eran menores: un peligroso y creciente déficit fiscal, una deuda cuyo peso en relación con el PIB se había más que duplicado desde el 2010, instituciones quebradas o en ruta a la quiebra, un PIB con nueve años de lento crecimiento, entre otros.
Los desbalances en estos campos tienen graves consecuencias en la magnitud de la pobreza y las desigualdades. Los desafíos no eran solo económico-financieros, sino, principalmente, sociales, y los segundos no se podían afrontar si los primeros no se corregían.
Por otra parte, contaba con una fracción legislativa de solo 10 diputados. A estos retos, ya de por sí gigantescos, se agregó la covid-19, que generó una caída sin precedentes en el PIB, los ingresos fiscales y el empleo.
Ante esa situación, el presidente Alvarado no tenía una única ruta. Contaba con opciones, las cuales él y sus asesores —y cualquier analista— conocían. La primera era no encarar los desafíos, dedicarse a buscar culpables de lo recibido y apelar a excusas para no hacer nada.
Algunas de esas excusas, ya esgrimidas por algunos de sus predecesores, podrían haber sido los supuestos bajos niveles de gobernanza, carencia de una mayoría en la Asamblea Legislativa, las interferencias de poderes fácticos como la prensa, los sindicatos o las cámaras empresariales o las acciones de la Sala IV, la Contraloría y la Defensoría, entre otras.
Esta ruta, la de culpar a otros o decir no se puede, fue rechazada de partida por Carlos Alvarado desde que en la campaña anunció que incrementaría impuestos y mejoraría la eficiencia del sector público.
Ya el país había experimentado las consecuencias de no enfrentar ordenadamente desequilibrios fiscales: el mercado los arregla a la brava con devaluación de la moneda, inflación, caída del PIB, desempleo y pobreza.
Al igual que en numerosos países, esta ruta culminó con una fuerte agenda neoliberal condicionada desde afuera y aprovechada por los que, desde adentro, siempre la quisieron. Eventualmente, los desequilibrios fiscales se arreglaron dejando como secuelas sociedades más desiguales y con menos movilidad hacia arriba.
Una segunda ruta posible era pactar con organismos internacionales una agenda que contemplara privatizaciones, venta de activos, aprobar la Alianza del Pacífico y abrir y liberalizar aún más la economía, etc. Esto fue aconsejado por diversos sectores, que afirmaban que en lugar de la reforma fiscal o pedir recursos prestados por medio de eurobonos mejor se recurriera a pactar reformas de esta naturaleza.
Esta ruta, de «neoliberal a la fuerza», no era de recibo para un presidente con una visión partidaria y personal progresista, que además había estudiado la realidad nacional y sabía que existían alternativas.
Por ello, escogió un tercer camino. Contemplaba medidas impopulares y difíciles políticamente. Buscaba arrostrar los desbalances en las finanzas públicas haciendo menos costoso el aparato estatal, no desmantelándolo; incrementando la recaudación de impuestos, no desfinanciando programas sociales o la inversión en infraestructura; cerrando empresas y proyectos públicos que habían perdido relevancia o dejado de ser financieramente manejables, no mantenerlos a costa de transferencias fiscales, préstamos «puente» o tarifas en los servicios públicos (como Japdeva, Fonabe, «data center» del Registro Nacional, Banco Crédito Agrícola de Cartago, proyecto hidroeléctrico Diquís).
Con una fracción de diez diputados y bajos índices de credibilidad en la clase política, la viabilidad de esa agenda no era prometedora. Lejos de resignarse a esa potencial «ingobernabilidad», el presidente tomó dos decisiones revolucionarias. La primera, llamar formalmente a los partidos con representación legislativa a conformar un gobierno nacional. Con la intención de reproducir, con cargos a todos los niveles, la estructura de poder de la Asamblea Legislativa, nombró en ministerios, presidencias ejecutivas, embajadas, etc., a personas reconocidas de otros partidos.
Este atinado y valiente paso fue difícil ante su propio partido. Los resentimientos internos generados por esa decisión han estado presentes desde el inicio del gobierno, manifestándose aún en algunas de las narrativas en la convención pasada. Ello a pesar de que el PAC había nacido con la consigna de que el poder no debía verse nunca como botín y que el país estaba primero que el partido.
Ese paso en la dirección de una democracia parlamentaria como vacuna contra la «finlandización» de la Asamblea Legislativa, fue vital para dotar de viabilidad propuestas tanto administrativas como legislativas que se podían convertir en alimento para posturas demagógicas cortoplacistas.
Para algunos diputados, no importaba cuán fuertes hubiesen sido sus impulsos a desempeñar un papel destructivo de oposición, se hizo difícil rechazar propuestas apoyadas por un equipo en el que personas prominentes de su propio partido desempeñaban un papel esencial.
La segunda decisión novedosa del presidente Alvarado fue comenzar el ajuste en el gasto poniendo el ejemplo. Así, ordenó reducciones en el salario a los jerarcas del Poder Ejecutivo —empezando por el propio— y renunció a beneficiarse del régimen de pensión millonaria no contributiva que disfrutan los expresidentes.
Solo esta decisión significa que, a precios de hoy, dejará de percibir cerca de ¢2.500 millones a lo largo de su vida. Estas muestras de sacrificio propio por sí mismas no arreglaban la situación fiscal, pero mejoraban las posibilidades políticas de las reformas que sí impactan.
Quitaron un argumento históricamente utilizado —con alguna razón— por algunos líderes sindicales y algunos políticos: que no se vale pedir sacrificios a los empleados públicos o a los contribuyentes mientras la clase política disfruta de beneficios excesivos.
Sin estas decisiones ejemplarizantes, muchas personas opuestas a las reformas hubiesen tenido más escucha de la población, con el argumento de que «mientras los del gobierno se sirven con cuchara grande al pueblo le piden sacrificios». De hecho, eso habría estado presente en la pancarta más visible en los bloqueos de carreteras y en las palabras más repetidas por algunos políticos y comentaristas.
El resultado de la construcción de gobernabilidad por medio de esas herramientas ha sido la aprobación de reformas fiscales que —a pesar de la crisis recesiva inducida por la pandemia— han permito evitar las catástrofes económicas y sociales experimentadas en el pasado, sin desmantelar el Estado social de derecho.
Cierto es que el gasto en algunos programas ha dejado de crecer, pero la estructura legal que permite al Estado cumplir objetivos estratégicos desarrollistas ha sobrevivido.
No sé si es cierto lo que se afirma en ciertos círculos progresistas del país, incluso dentro del PAC, que el presidente Alvarado llenó el gobierno de neoliberales. Lo que sí está claro es que se han establecido las bases para mitigar los desequilibrios y un acuerdo con el FMI, prescindiendo de privatizaciones, aperturas, liberalizaciones o ajustes fiscales de choque (¿Neoliberales sin neoliberalismo?).
Las reformas —ya aprobadas y en trámite legislativo— tendrán como consecuencia no solo una disminución en el déficit fiscal y la relación deuda-PIB, sino también una merma permanente en el costo burocrático promedio de cada servicio y cada acción que ejecuta el sector público.
Se ha materializado una reforma estructural que mejora la productividad del aparato estatal, lo cual es vital, no solo para que con el dinero de los impuestos y las tarifas se haga más, sino para que mejore la competitividad general de la economía.
El PAC fundacional, al que se apela a veces para criticar a este gobierno, planteó reiteradamente en sus convocatorias (programas de gobierno) propuestas idénticas a las que están en ejecución: gobernar para el país, no para el partido; eliminar excesos y abusos en las convenciones colectivas y en el empleo público; liderar con el ejemplo; mejorar la productividad y eficiencia del Estado; y luchar por la disciplina fiscal y monetaria.
Creo que la estrategia (la «rationale») del presidente ha estado centrada en construir gobernabilidad en cada momento, para así hacer viables las propuestas: durante la campaña, proponiendo soluciones necesarias aunque fuesen impopulares (ej. impuestos); una vez elegido, incorporando a la oposición en el gobierno; ya en gobierno, predicando austeridad con el ejemplo. Ha funcionado. Nuestra democracia funciona, es Costa Rica. Solo espero que este legado no sea ignorado por quienes hoy aspiran a gobernar.
El autor es fundador del PAC.