En 1977, Yigael Yadin, el entonces vice primer ministro de Israel, preguntó al presidente egipcio Anuar al Sadat, que se encontraba en su histórica visita a Jerusalén, por qué el ejército egipcio no había invadido los pasos del Sinaí en la guerra de Yom Kippur de 1973. “¿No ha escuchado que ustedes los israelíes cuentan con armas nucleares?, fue la respuesta.
Por supuesto que se rumoreaba que Israel poseía capacidades nucleares. Hasta hoy, el país nunca ha confirmado oficialmente la existencia de un programa nuclear. Sin embargo, este secreto tan mal guardado ha determinado por largo tiempo el panorama político de la región y disuadido a los enemigos de Israel. Pero ¿puede frenar a Irán?
En 1967, David Ben Gurión, la primera persona en ocupar el cargo de primer ministro de Israel, y Simón Peres, que más adelante sería tanto primer ministro como presidente, propusieron que Israel probara un primitivo aparato nuclear a fin de frenar los ataques egipcios.
En esos años, el país estaba prácticamente solo en un vecindario hostil. Francia —que hasta entonces había sido su principal proveedora de armas— lo dejó abandonado e Israel todavía no había alcanzado su actual relación de intimidad con los Estados Unidos.
La posición de Ben Gurión reflejaba su visión de que su país era una entidad intrínsecamente frágil, rodeada de enemigos mortales con los que era poco aconsejable ir a la guerra sin el respaldo de una potencia extranjera de peso.
El entonces primer ministro Levi Eshkol, el vice primer ministro Yigal Allon y el jefe de gabinete Isaac Rabin —todos ellos opositores por principio a la nuclearización de Oriente Próximo— reconocían la precaria posición israelí, pero se resistieron a la tentación de demostrar una capacidad nuclear.
Cuando en los oscuros días de la guerra de Yom Kippur de 1973, el ministro de Defensa Moshe Dayan insistió en la propuesta, nuevamente los líderes de Israel resistieron la tentación de alardear de tener armas nucleares.
Casi medio siglo después, Israel tiene menos enemigos en la región, tras haber llegado a la paz con varios de sus vecinos. Pero desde la Revolución islámica de 1979 se ha ganado en Irán un poderoso enemigo. Y algunos plantean que, para frenar el programa nuclear iraní, Israel debería abandonar su política de “opacidad nuclear”.
Sin embargo, si Israel anuncia sus capacidades e Irán persiste igualmente en sus aspiraciones nucleares, ¿de verdad respondería con armas nucleares a lo que claramente es un reto estratégico, pero de ningún modo una amenaza existencial? Más todavía, el reconocimiento por parte de Israel de su arsenal nuclear daría legitimidad a la propia búsqueda iraní y alentaría a hacerlo también a otras potencias regionales, como Egipto, Arabia Saudita y Turquía.
Los riesgos son apocalípticos. El tipo de disuasión recíproca que existió durante la Guerra Fría, o incluso hoy en el conflicto binario entre la India y Pakistán, no funcionaría en Oriente Próximo, región disfuncional en que abundan actores paraestatales y regímenes inestables.
Irán ha sido persistente en sus esfuerzos nucleares. Ha soportado años de sanciones económicas paralizantes, ciberataques israelíes ultrasofisticados contra su infraestructura estratégica, asesinatos de sus científicos nucleares y ataques a sus objetivos militares en toda la región.
Y, no obstante, Irán está más cerca que nunca de dominar todo el ciclo del combustible nuclear. Incluso, se las ha arreglado para mantener ejércitos títeres en todo Oriente Próximo y extender su influencia por Yemen, Irak, Siria y el Líbano.
La “doctrina Begin” de Israel (una política de contraproliferación centrada en realizar ataques preventivos para detener el desarrollo de armas de destrucción masiva de sus enemigos potenciales) no detendrá a Irán. Hace una década, el país gastó miles de millones de dólares en preparativos para un ataque masivo contra las instalaciones nucleares iraníes, pero este nunca se materializó.
Los ataques de la aviación israelí sí destruyeron el reactor nuclear iraquí de Osirak en 1981 y una instalación similar en Siria en el 2007. Pero esas fueron operaciones quirúrgicas. Es poco realista el uso de ataques aéreos para destruir las bien dispersas, bien camufladas y bien protegidas instalaciones nucleares iraníes, y una iniciativa así llevaría casi con total seguridad a una guerra de grandes proporciones.
Si bien las capacidades militares de Israel no tienen parangón en la región, todavía se enfrentaría a serias amenazas. Irán respondería atacando objetivos israelíes, y quizás también a los países que le permitieron usar su espacio aéreo para alcanzar su territorio.
Mientras tanto, el títere libanés de Irán, Hizbulá, comenzaría con utilizar sus 150.000 misiles y cohetes, que pueden alcanzar todos los rincones de Israel, que vería duramente atacado su vulnerable frente interno y, posiblemente, parte de su infraestructura vital. Además, antes de que su fuerza aérea neutralizara a Hizbulá, lo más probable es que el Líbano quedaría arrasado.
Probablemente, la mejor esperanza para Israel —y el mundo— de evitar que Irán se convierta en una potencia nuclear es llegar a un acuerdo internacional. Eso es precisamente lo que los negociadores están intentando lograr en Viena, pero Irán ha tomado una posición de negociación dura.
Eso no es enteramente injustificado. Después de todo, fue Estados Unidos (con la complicidad de Israel) el que abandonó unilateralmente el acuerdo nuclear del 2015, a pesar de que Irán no había incumplido sus obligaciones. Y Europa no mantuvo su promesa de ayudar a Irán a evadir las sanciones que le impuso Estados Unidos tras ello. Además, los interlocutores de Irán en Viena —los países que pregonan la no proliferación— son ellos mismos potencias nucleares.
Esta supuesta hipocresía refuerza la creencia de las autoridades iraníes de que el verdadero peligro está en no desarrollar armas nucleares. Si Ucrania no hubiera entregado en 1994 su arsenal de la era soviética (en ese entonces el tercero del planeta) a cambio de garantías estadounidenses de que Rusia respetaría su soberanía, podría seguir poseyendo Crimea y dejar de preocuparse por la acumulación de tropas rusas en sus fronteras.
Del mismo modo, un Irak nuclear no habría sido atacado por Estados Unidos y sus aliados en el 2003, mientras las capacidades nucleares de Corea del Norte han mantenido inmune a ese país.
Con eso en mente, los gobernantes de Irán podrían pensar como lo hizo hace 50 años el primer ministro paquistaní Zulfikar Ali Bhutto, quien declaró que los paquistaníes “comerían hierba, incluso pasarían hambre” si ese fuera el precio por desarrollar su propia bomba nuclear.
Las conversaciones de Viena todavía podrían llevar a un acuerdo. Pero, ya que los líderes iraníes están en gran medida convencidos de que un arma nuclear es su mejor protección, la única manera duradera de evitar que dominen el ciclo de enriquecimiento y, finalmente, construyan un arma nuclear operativa es un cambio de régimen.
Eso es lo que pensaban las autoridades clave de la inteligencia israelí hace una generación, cuando el programa nuclear iraní todavía estaba en su infancia. Dado lo resiliente que ha demostrado ser la República Islámica, parece que el mundo tendrá que acabar tolerando una bomba nuclear iraní, tal como ha aprendido a vivir con los arsenales indio y pakistaní.
Shlomo Ben Ami, exministro de Exteriores de Israel, es el autor del libro de próxima publicación “Profetas sin honor: la Cumbre de Camp David del 2000 y el fin de la solución de dos Estados”.
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