
Varios fantasmas recorren el mundo. No son menos reales, ni menos irreales, que el que vieron en su momento Marx y Engels. El que tiene una realidad más sustantiva –y solo podemos llamarlo fantasma por cuanto “recorre el mundo”– es sin duda el cambio climático. Lo hace no solo con extremos de calor y frío, sequías e inundaciones, sino que adopta además las formas crueles del hambre y la emigración forzosa. En paralelo, aunque en gran medida indiferente a esa lenta catástrofe que se cierne sobre la humanidad, se extiende el fantasma del autoritarismo. Este se expresa no solo en la pérdida de libertades y derechos civiles, sino además a través de sus hijas predilectas: la violencia social y la guerra.
Se atribuye normalmente la causa del autoritarismo a la codicia de políticos y militares. Sin embargo, esa codicia no podría abastecerse de odio, que es su principal combustible, si este a su vez no se nutriera del miedo. El miedo, transformado en odio, ha despertado el espíritu tribal de amplios sectores en sociedades a las que teníamos (y seguimos teniendo) entre las más avanzadas del mundo: casi la mitad de la población de los Estados Unidos de América, y un tercio de la población europea en su conjunto.
Todo esto ocurre ante el telón de fondo del que bien podríamos considerar el padre de todos los fantasmas: el capitalismo moderno, que en su ceguera productiva ha dado lugar tanto al cambio climático como a una inconcebible concentración de riqueza en pocas manos. Poder financiero y mediático que se convierte finalmente en poder cultural y político.
Ante esa abrumadora realidad, ¿cuáles son las posibilidades de que prevalezcan la razón, la democracia y el espíritu de justicia? Los conceptos ideológicos tradicionales –progreso, solidaridad, justicia social– han perdido atractivo, en especial entre las nuevas generaciones. Los pensadores y políticos demócratas no encuentran la clave que active la voluntad del electorado a favor de sociedades más justas, sostenibles, pacíficas e inclusivas.
Posiblemente, no existe una sola clave, sino varias. Una de ellas es la decencia.
En ausencia de una investigación formal sobre lo que la mayoría de la gente entiende hoy por decencia, permítasenos recurrir al atajo de la inteligencia artificial. Interrogada la IA al respecto, en castellano, responde que “la mayoría de la gente entiende la decencia como un conjunto de normas y comportamientos que reflejan respeto, moralidad y consideración hacia los demás. Esto incluye actuar de manera ética, ser honesto, tratar a las personas con dignidad y mantener un cierto nivel de conducta apropiada en diferentes situaciones. En general, se asocia con la idea de hacer lo correcto y comportarse de manera que no ofenda ni perjudique a los demás”.
Quedémonos con esa última frase, como destilado de todo lo anterior: “hacer lo correcto y comportarse de manera que no ofenda ni perjudique a los demás”. Obviamente, esta posición está lejos del imperativo categórico kantiano, y por supuesto del mandato cristiano de amar al prójimo igual que a uno mismo. El sentido común de la decencia no aspira a tales alturas, pero tampoco descendería a aprobar conductas manifiestamente inmorales. Es una especie de territorio ético intermedio, un común denominador moral que permite la convivencia civilizada. Además, la decencia implica un cierto respeto de las formas, un reconocimiento de la dignidad propia y ajena, y un actuar de manera que esa dignidad no se vea lastimada u ofendida. En tiempos de abierta guerra cultural y diálogo de sordos, nada de eso es desdeñable.
El concepto tiene dos dimensiones: una, de contenidos propiamente éticos, y otra relativa a las formas, a la conducta apropiada para no ofender a los demás. Esta dimensión formal no es menos importante, en la medida en que refleja y hace creíble la actitud interior. En política, sin embargo, esta es la dimensión más elusiva y difícil de practicar de la decencia. La política se define (tal vez excesivamente) como confrontación y combate, y en esa tesitura es muy fácil que se pierdan las formas. No obstante, los políticos que quieran acceder a esa reserva moral, ampliamente compartida por la mayoría de la gente, harían bien en ejercitar cierto grado de contención verbal, cierta ecuanimidad e incluso algo de elegancia y cortesía.
De lo contrario, aunque no lo perciban o no comprendan por qué, hallarán vedado el camino a la voluntad de la mayoría silenciosa, que no repara tal vez en sutilezas ideológicas, pero que sí reconoce el valor de la decencia.
echeverria21@gmail.com
Carlos Francisco Echeverría fue ministro de Cultura, Juventud y Deportes.