A veces es bueno llegar al fin del mundo. Da perspectiva. El fin del mundo es, en este caso, Estonia. Hace un frío duro, húmedo, y, en marzo, un sol pálido transita de puntillas por el horizonte. Se trata de un país pequeño, con un nivel de desarrollo no mucho más avanzado que el nuestro y que se independizó de la antigua Unión Soviética hace poco más de veinte años.
Su territorio, habitado apenas por un millón y medio de personas, es planísimo y su capital, Tallinn, combina un casco antiguo austero y elegante como el de las ciudades nórdicas de la antigua Liga Hanseática (uno de los ejes del comercio medieval), con la sombría arquitectura de la era soviética.
El caso es que Estonia es un sitio interesante. Se trata de un país muy digitalizado en el que todos los trámites se hacen por Internet, hasta ciertas votaciones. Aquí se inventó Skype, el programa de telefonía e imagen en línea. ¡Ojalá nosotros hubiésemos pegado un batazo de esa magnitud! En fin.
Fue el primer país del mundo en haber sufrido un ciberataque. En el 2007, todos sus sistemas en línea (públicos, financieros y privados) fueron deshabilitados por un ataque orquestado desde Rusia como venganza por la recolocación de una estatua conmemorativa de la Segunda Guerra Mundial. Fue el primer acto conocido de la nueva estrategia militar llamada “guerra híbrida”. Un 30% de la población estonia es étnicamente rusa y las relaciones son tensas.
Como Estonia no es un país rico, aunque pertenezca a la Unión Europea, invierte apenas un poco más que nosotros en educación. Sin embargo, sus resultados son buenísimos; nos tandean. Se codean con Finlandia y Alemania, que gastan el doble que ellos, y se “jamonean” a los gringos. Su educación es pública (hay muy pocos centros privados), los maestros ganan más o menos como en Tiquicia, y no es que tengan un montón de genios que “jalen” para arriba las notas, sino que el estudiante promedio recibe una buena educación.
Apenas empiezo a armar el rompecabezas. Quiero saber más. Mis anfitriones apuntan la importancia que los hogares dan a la educación de los hijos y, sobre todo, la buena formación de los maestros. El que da matemática sabe de matemática y, además, sabe enseñarla. Interesante.
Pienso en mi país y recuerdo que sobran los docentes titulados, licenciados y másteres, que con costos pueden sumar fracciones y siguen dando clases como si tal cosa.