NUEVA YORK – El reciente intercambio entre Joseph Stiglitz y Lawrence Summers en torno del “estancamiento secular” y su relación con la tibia recuperación económica después de la crisis financiera del 2008-2009 es importante. Atribuyen a Mark Twain haber dicho que la historia no se repite, pero rima. Pero parafraseando a Bob Dylan: a la luz del pasado económico reciente, la historia no rima, dice palabrotas.
Stiglitz y Summers parecen estar de acuerdo en que la política aplicada fue inadecuada para resolver los problemas estructurales que la crisis reveló e intensificó. En su debate discuten el volumen del estímulo fiscal, el papel de la regulación financiera y la importancia de la distribución del ingreso. Pero hay otras cuestiones que es necesario explorar en profundidad.
Creemos que en la respuesta a la crisis se perdió una oportunidad crucial, al descargar la mayor parte del peso del ajuste sobre los deudores en vez de los acreedores, y que esto contribuyó a prolongar el estancamiento posterior. Las derivaciones sociales y políticas a largo plazo de esta oportunidad perdida son importantes.
Allá por septiembre del 2008, cuando el entonces secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Henry Paulson, presentó el TARP (Troubled Asset Relief Program, “Programa de alivio de activos en problemas”), un paquete de estímulo de $700.000 millones, su propuesta fue usar los fondos para rescatar los bancos, pero sin adquirir participación en su capital accionario. En ese momento, nosotros y nuestro colega Robert Dugger sostuvimos que un uso más eficaz y justo del dinero de los contribuyentes era reducir las deudas hipotecarias de la población estadounidense (de modo de reflejar la desvalorización de los inmuebles) e inyectar capital en las instituciones financieras que quedarían subcapitalizadas. La recapitalización mediante la compra de acciones habría permitido sostener un balance veinte veces mayor, con lo que los $700.000 millones hubieran sido mucho más eficaces para la recuperación del sistema financiero.
Pero el proyecto de ley presentado a la Cámara de Representantes de los Estados Unidos no preveía el uso de los fondos para inyectar capital en los bancos. Así que organizamos que un miembro de la Cámara, James Moran, formulara al presidente de la Comisión de Servicios Financieros de la Cámara, Barnett Frank, una pregunta preparada respecto de si usar el dinero de los contribuyentes para inyectar capital en las instituciones era compatible con el espíritu de la ley TARP. La respuesta de Frank en la Cámara fue afirmativa.
De hecho, Paulson usó esta herramienta en los días finales del gobierno de George W. Bush. Pero lo hizo mal: convocó a los directivos de grandes bancos y los obligó a aceptar fondos que les asignó; esto estigmatizó a las instituciones.
Pocos meses después, con la llegada del gobierno del presidente Barack Obama, uno de nosotros (Soros) pidió reiteradas veces a Summers adoptar una política de inyectar capital en las instituciones financieras frágiles y reducir el monto de las hipotecas a un valor de mercado realista, para ayudar a la economía a recuperarse. Summers objetó que esto sería políticamente inaceptable, porque implicaba la nacionalización de los bancos; una política con aroma a socialismo en un país que, recalcó, no es socialista.
El argumento de Summers nos pareció inconvincente, en aquel momento, y ahora. Al hacerse cargo de los activos sobrevaluados de las instituciones financieras, los gobiernos de Bush y Obama ya habían optado por socializar la pérdida. ¡Solo quedaba participar en la posible valorización de las acciones si la economía se recuperaba!
Si se hubiera aceptado nuestra recomendación, los accionistas y los acreedores (gente con mayor propensión al ahorro) hubieran tenido pérdidas mayores, mientras que las familias de ingresos bajos y medios (gente con mayor propensión al consumo) hubieran tenido una reducción de sus deudas hipotecarias. Esta transferencia del peso del ajuste hubiera impuesto pérdidas a los responsables del desastre, estimulado la demanda agregada y limitado el aumento de desigualdad que desmoralizaba a la inmensa mayoría de la población.
Éramos conscientes de que nuestra propuesta tenía un problema: aliviar la situación de los deudores hipotecarios hubiera generado rechazo en los muchos propietarios que no se habían endeudado para financiar la compra de sus casas. Estábamos explorando modos de superar este problema, cuando ya no tuvo sentido seguir haciéndolo, porque el gobierno de Obama no aceptó nuestra recomendación.
La estrategia que adoptaron los gobiernos de Bush y Obama contrasta claramente con la política que siguió el gobierno británico y con ejemplos anteriores de rescates financieros exitosos en Estados Unidos.
En Gran Bretaña, gobernada por el entonces primer ministro Gordon Brown, a los bancos subcapitalizados se les mandó obtener capital adicional, con libertad para hacerlo en los mercados, pero con la condición de que si no lo conseguían, lo inyectaría el Tesoro del Reino Unido. El Royal Bank of Scotland y el Lloyds TSB necesitaron ayuda del erario, pero junto con la inyección de capital se restringieron las remuneraciones de los ejecutivos y los dividendos. A diferencia del método de inyección de fondos de Paulson, los bancos que pudieran financiarse en los mercados no quedarían estigmatizados.
Durante la Gran Depresión de los años treinta, Estados Unidos recapitalizó bancos adquiriendo participación en ellos por medio de la Reconstruction Finance Corporation (RFC), y manejó la reestructuración de hipotecas por medio de la Home Owners’ Loan Corporation (HOLC).
No hay duda de que el gobierno de Obama ayudó a aliviar la crisis, al tranquilizar a la opinión pública y minimizar la gravedad de los problemas, pero el costo político fue grande. Las medidas del gobierno no enfrentaron los problemas subyacentes, y al proteger a los bancos en vez de a los deudores hipotecarios, agravaron la brecha entre los más ricos y los más pobres en Estados Unidos.
El electorado echó la culpa de los resultados al gobierno de Obama y al Congreso dominado por los demócratas. A principios del 2009 se formó el Tea Party, con apoyo financiero masivo de los multimillonarios hermanos Koch (Charles y David). En enero del 2010, en Massachusetts hubo una elección especial para ocupar el escaño en el Senado que había dejado vacante el difunto Edward Kennedy. La elección fue justo después de un pago de bonificaciones exorbitantes en Wall Street, y la ganó el republicano Scott Brown. Luego los republicanos tomaron el control de la Cámara de Representantes en la elección intermedia del 2010, el del Senado en el 2014, y nominaron a Donald Trump, que resultó elegido en el 2016.
LEA MÁS: La inmoralidad de Boris Johnson y Donald Trump
Es esencial que el Partido Demócrata reconozca y corrija sus errores del pasado. La elección intermedia del 2018, que sentará las bases de la elección presidencial de 2020, es una oportunidad excelente para hacerlo. Hoy el país tiene problemas políticos y económicos mucho más profundos que hace diez años, y la gente lo sabe.
Los demócratas deben reconocer estos problemas, no minimizarlos. La elección intermedia de este año será un plebiscito sobre el presidente Donald Trump, pero en la elección presidencial del 2020 los demócratas necesitan un programa electoral que inspire a muchos estadounidenses. El electorado ya vio adónde lleva el populismo demagógico de los republicanos, y es necesario que una mayoría lo rechace en 2018.
Rob Johnson preside el Institute for New Economic Thinking y es investigador superior y director del Proyecto Finanzas Globales del Franklin and Eleanor Roosevelt Institute.
George Soros es presidente de Soros Fund Management y de Open Society Foundations. © Project Syndicate