Nadie como el presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, para responder con decisión a la crisis desatada por la pandemia del coronavirus. El 16 de marzo declaró siete días de estado de emergencia, toque de queda y suspensión de garantías constitucionales, cuya real existencia, fuera de la carta magna, está por probarse.
Uno de los artículos suspendidos es el 72, cuya intención es proteger la libertad de expresión sin censura previa. Algunos gobiernos democráticos se han sentido obligados a suspender derechos de reunión y tránsito para contrarrestar la pandemia, pero ninguno afectó la libertad de expresión. Por el contrario, conscientes de la importancia de la información y el debate público en momentos de crisis, se han cuidado de eximir a la prensa de los toques de queda y, en algunos casos, como Perú, se pidió a la Policía facilitar la distribución de diarios.
En nuestro país, un borrador sin apoyo en la Asamblea Legislativa, pero ampliamente difundido en las redes sociales, se cuidó, no obstante, de incluir entre las excepciones a “personal y periodistas de medios de comunicación”. Haciendo a un lado las críticas merecidas, al documento se le debe reconocer y aplaudir esa vocación democrática.
En Honduras, una ley de emisión del pensamiento garantiza a los periodistas el derecho a trabajar sin temor a persecuciones, incluso cuando se decrete estado de sitio. La ley es sabia porque en esas circunstancias la libertad de expresión rinde sus mejores servicios a la sociedad democrática. Lástima la anulación de la norma por la suspensión de su raigambre constitucional.
El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, pidió al Congreso decretar estado de excepción en todo el país, con lo cual se suspenderían algunas garantías constitucionales, pero no la libertad de expresión. La medida sería de toda forma excesiva si en verdad El Salvador no tuviera un solo caso, siquiera sospechoso, como dice la información oficial, pero, al menos, no atenta contra el derecho de los ciudadanos a informarse.
La plena vigencia de la libertad de expresión no garantiza una respuesta adecuada de las autoridades frente a la pandemia, pero proporciona a los ciudadanos la información necesaria para valorar los esfuerzos y exigir enmiendas cuando correspondan. Mucho se habla acerca de la “sobreinformación” y la avalancha de falsedades en las redes sociales. El problema es real, pero se magnifica en ausencia de la labor de periodistas y medios profesionales.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.