La operación del Estado no se sostiene con los ingresos tributarios. La afirmación era cierta antes de la pandemia y lo es ahora, en grado mucho mayor. La prueba está en el déficit fiscal, medición de la distancia entre ingresos y gastos. Pero el Estado ha insistido, a lo largo de los años, en funcionar como si los ingresos alcanzaran. Para lograrlo, los complementa con endeudamiento.
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Los intereses se suman a los gastos y, en conjunto, ensanchan la brecha medida por el déficit fiscal. El faltante se soluciona con más endeudamiento. En algún momento, los financistas comienzan a dudar de la recuperación de sus inversiones. Cuanto más se asustan, mayor es el rendimiento necesario para convencerlos de invertir.
En ese punto estamos y es fácil visualizar el capítulo siguiente: no habrá quién nos preste y no tendremos cómo pagar ni a los inversionistas ni a los servidores y proveedores del Estado. Con ellos nos empobreceremos todos, pero es hora de hacerles saber que, en última instancia, el debate fiscal es una discusión sobre la forma de conseguir el dinero para pagarles el sueldo.
Podríamos hacerlo únicamente mediante aumento de impuestos, a riesgo de afectar la capacidad adquisitiva de la población y sus fuentes de empleo. Existe una frontera tributaria a partir de la cual no vale la pena invertir o es mejor hacerlo en otra parte. Sin inversión no hay trabajo y tampoco ingresos fiscales para pagar el sueldo de la minoría contratada por el Estado.
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Supongamos, a pesar de la descapitalización sufrida a lo largo de la pandemia, que ciudadanos y empresas aguantan un aumento de la carga tributaria en la proporción requerida para estabilizar las finanzas públicas. Se impondría entonces preguntar si el mejor destino de esas contribuciones es preservar las ineficiencias y excesos, las duplicidades de funciones y los beneficios ofrecidos a grupos privilegiados del empleo público. También cabría cuestionarse a qué plazo necesitaríamos un nuevo tanteo de la frontera tributaria para reponer lo gastado.
En ausencia de reformas, las nuevas fuentes de financiamiento solo aplazarán la crisis mientras el gasto vuelva a sobrepasar, por mucho, los ingresos. A estas alturas es difícil creer en una solución ayuna de tributos, pero el verdadero fundamento del saneamiento fiscal es la reforma, requerida hace muchos años, para frenar la interminable hemorragia de las arcas estatales.
agonzalez@nacion.com
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