Un amabilísimo funcionario del Ministerio de Hacienda llamó el miércoles para preguntar por qué no había acudido a tramitar mi formulario de exoneración. Nunca fui convocado y no he tramitado exoneración alguna, respondí. El mensaje, dijo, fue dirigido a agonzalez@nacion.com, y esa, en efecto, es mi dirección electrónica.
No podía dejar de preguntarle sobre la exoneración tan diligentemente ofrecida por Hacienda. No entendí muy bien, pero guarda relación con la vigencia del impuesto sobre el valor agregado y el aumento del impuesto sobre la renta, deducido de mi salario con maniática y dolorosa puntualidad.
Con solo llenar el formulario correspondiente, tengo derecho a ser excluido del pago futuro. Es decir, la reforma tributaria no vale para mí y puedo tramitar la devolución del exceso cancelado hasta ahora. No tuve oportunidad de preguntar si el pago incluye intereses. Tampoco pregunté si antes de llamarme conversó con el presidente de la Corte Suprema de Justicia o la presidenta de la Junta de Protección Social. La respuesta afirmativa explicaría muchas cosas.
Ya metidos en exoneraciones, el funcionario también me eximió de trasladarme a las instalaciones del Ministerio de Hacienda para hacer los trámites. Ofreció guiarme por los complejos vericuetos de las plataformas digitales hasta lograr mi exoneración y la devolución correspondiente al pago en exceso.
A esas alturas, ya lo había puesto en amplificador para disfrute de quienes trabajan cerca. Un Ministerio de Hacienda empeñado en devolver dinero a los contribuyentes, con la amabilidad de un organizador de bodas y la persistencia de un vendedor de seguros, es un raro deleite, así sea como vana y efímera ilusión.
La fantasía duró poco. Mi interlocutor estaba decidido a poner manos a la obra y preguntó si tenía cerca una computadora. Eso precipitó el fin de la conversación. Le manifesté desinterés por la exoneración ofrecida y lamenté la cantidad de estafadores dedicados a explotar la credulidad, confianza y buena fe de las gentes de bien.
No tuve oportunidad de hacer referencia a su madre porque súbitamente cortó la comunicación. ¡Pobre señora!, ojalá después de una vida tan azarosa nunca haya sido víctima de estafa, como tantos ancianos desprevenidos. Su retoño, fiel al linaje, probablemente no tenga remedio.
La crueldad requerida para aprovechar la buena fe, ingenuidad e ignorancia ajenas, sin medir consecuencias para la víctima, es difícil de erradicar del alma oscura donde se alberga.
agonzalez@nacion.com
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.