Hace dos años y medio, el editorial de La Nación lamentaba el estancamiento del Fondo Nacional de Telecomunicaciones. Transcurrieron más de seis años, desde febrero del 2011, cuando otro editorial se tituló “Tiempo perdido en Fonatel”. Esta semana, editorializamos sobre la “crónica ineficiencia” de la entidad.
Es el cuento de nunca acabar. La frustración la comparten funcionarios de todo rango. A inicios del 2011, el vicepresidente Luis Liberman llamó a agilizar la inversión del dinero acumulado en el fondo. Hoy, Luis Adrián Salazar, ministro de Ciencia y Tecnología, expresa idénticas aspiraciones.
A la fecha, el fondo cuenta con $325 millones provenientes del pago por concesión de bandas para telefonía celular y el 1,5 % de los ingresos brutos de las empresas de telecomunicaciones, además de las multas impuestas a los operadores. También le ingresan rendimientos por la inversión del dinero acumulado.
Esa fortuna, siempre en crecimiento, podría hacer una significativa contribución a la reducción de la brecha digital, cada vez más generadora de desigualdad social, pobreza y pérdida de competitividad. Para eso es el fondo y debido a lo cual su estancamiento, además de un fracaso burocrático, es una crueldad.
Entre las misiones de Fonatel está dotar de Internet de banda ancha a escuelas y colegios públicos. El atraso, en este caso como en otros, es en realidad una denegatoria. Desde la creación del fondo, en el 2009, diez generaciones de estudiantes dejaron atrás el colegio sin beneficiarse de la tecnología. Si por arte de magia las deficiencias se resolvieran mañana, los graduados de los próximos años, en especial los más cercanos a obtener el bachillerato, apenas tendrían posibilidad de aprovecharla. Para todo efecto práctico, el acceso a las nuevas tecnologías les fue denegado y no será fácil tenderles otro puente sobre la creciente brecha digital. La misma consecuencia tiene el estancamiento de otras tareas confiadas a Fonatel.
Según la Defensoría de los Habitantes, el fondo tarda hasta cuatro años para poner un proyecto en marcha y, según el ministerio del ramo, ni siquiera los informes de labores son expeditos. La exasperante lentitud del programa no deja de ser una ironía porque su misión es extender los beneficios de la tecnología de más rápida evolución en la historia de la humanidad. Es como comprar un Ferrari para transportarlo en carreta y el paso de los años debió bastar para darnos cuenta.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.