Las pantallas de Orwell eran aparatos analógicos, útiles para vigilar, pero con serias limitaciones. Las cámaras no eran capaces de visión nocturna o infrarroja. Eso, supuestamente, lo compensaba la sensibilidad de los micrófonos, pero ambos aparatos habrían sido inútiles sin una persona del otro lado, atenta a los acontecimientos.
La tecnología de nuestros tiempos, fundada en la inteligencia artificial, es capaz de relacionar hechos diversos y disparar alarmas según los requerimientos de la programación. El Gran Hermano moderno no necesita un ejército de vigilantes para saber mucho más sobre sus súbditos.
En China, 626 millones de cámaras instaladas en lugares públicos utilizan tecnología de reconocimiento facial optimizada por inteligencia artificial para identificar a las personas y, si la policía lo estima necesario, revelar su rutina, desplazamientos, contactos con otros y localización. Sensores especiales instalados en puntos estratégicos individualizan los teléfonos celulares para vincularlos con los rostros detectados por las cámaras.
El programa chino es sin duda el más avanzado, pero en Manhattan hay decenas de miles de cámaras instaladas y el New York Times hizo un experimento para saber hasta dónde podría utilizarlas para alimentar un programa de identificación bajado de la Internet con un costo de $60. Los resultados fueron sorprendentes.
Si el tema parece distante de nuestra idílica democracia tropical, conviene saber que algunas municipalidades costarricenses experimentan con este tipo de recursos y ya son capaces de relacionar rostros con placas de autos y, por esa vía, con otras informaciones.
En muchos casos, el desarrollo de los sistemas de vigilancia se hace con las mejores intenciones. Son un arma invaluable en la lucha contra la delincuencia, pero también plantean peligros descomunales. Gracias a Dios, Hitler y Stalin no contaron con tecnología digital.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.