Los relacionistas públicos y los periodistas institucionales se han convertido en formidables barreras para el acceso a la información de interés público. Protocolos y trámites, justificados por supuestas razones de orden y optimización de la comunicación, terminan entorpeciéndola, y no de manera inocente.
La burocratización de la rendición de cuentas sirve para demorarla, en ocasiones lo suficiente para hacer correcciones o disimular faltas. En otras oportunidades, sirve al funcionario de escondite frente a los cuestionamientos. Nunca es inocua, ni siquiera cuando lo aparenta.
En ocasiones, la exigencia de una “petición formal” y otras maromas solo tiene por objeto preservar el rito. En esos casos, la administración no teme la divulgación de la información, pero aprovecha la oportunidad de reafirmar los requisitos. Así los mantiene incólumes para invocarlos más tarde, cuando resulten verdaderamente útiles contra la transparencia.
No hace mucho tuve la experiencia con una de las instituciones menos transparentes del país, la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), aficionada a la opacidad ya se trate de pensiones o de cirugías cardíacas en el Hospital de Niños, para citar dos ejemplos de triste memoria. El joven médico recientemente encargado del programa de trasplantes, sobre el cual La Nación ha venido informando con sentido crítico, visitó nuestra redacción para ser entrevistado. Cuando lo conocí, le propuse otra entrevista, a lo cual accedió, pero le acompañaba una funcionaria que no tardó en exigir la “solicitud formal”. En el acto renuncié a la entrevista, sin expresárselo al médico invitado.
A lo largo de una carrera ya larga, demasiado, según mi legión de críticos, pocas veces he participado en el juego de los relacionistas públicos. Los periodistas no debemos pedir permiso para preguntar a quienes están obligados a rendir cuentas. El periodismo, como los salmones, se fortalece nadando contra corriente. Sus mayores aportes surgen de saltar la cerca, no de rogarle a otros abrir la tranquera.
Nuestra función cobra su verdadero valor cuando informamos lo que otros quieren mantener oculto, y en esa labor poca utilidad tienen los relacionistas públicos y periodistas institucionales si no comprenden, a su vez,el verdadero valor de su profesión: facilitar el flujo de la información hacia los ciudadanos, fuente de sus salarios. Así se los demanda la ley, a ellos y a quienes los contratan. Nunca debemos olvidarlo.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.