Todo el mundo pide diálogo social debido a la crisis. ¡Excelente! Supongamos, por el momento, que todas las peticiones están animadas por el más enaltecido sentido cívico de contribuir a un mejor país y evitar las peores consecuencias de la coyuntura. Es un supuesto “jalado del pelo”, pero, como verán, conjeturas así ayudan a afinar un argumento. Entonces: nada de cinismo y cálculos de nadie y todos acuden al llamado del Señor.
Aun en este mundo ideal, todo intento de convocar un diálogo tendría que responder previamente cuatro preguntas concretas: ¿Diálogo sobre qué? ¿Para qué? ¿Cómo? ¿Quiénes? Nada decepciona más rápido a una reunión de ángeles que una convocatoria poco clara, terreno fértil para que cunda la sospecha de que, pese a los cánticos prístinos, el cordero ya fue cocinado en otro sitio.
Hay otro problema: un ágape de querubines reunido para remodelar el paraíso, su hábitat común, rápidamente descendería en una irresoluble discusión entre quienes lo quieren de color celeste, dorado o una mezcla. Las cosas subirían de tono cuando, en un intento por zanjar el debate, algún impaciente diga: “¡Entonces, votemos!”, pues de inmediato los arcángeles, luego de cortés carraspeo, dirían que no todo el mundo es igual en la viña del Señor, aunque todos tengan un par de alas.
Ni sigo en este razonamiento, pues visto está que, con todo y olor de santidad de por medio, un diálogo mal diseñado rápidamente termina en un “infierno”. Perdón por la metáfora, pero viene al punto. Imagine ahora si quitamos el supuesto de que estamos entre serafines: ¿Qué pasaría si, en una una fiesta de diablos, alguien se raja con que hay que “dialogar para el bien común”? Aquelarre total.
Si queremos diálogo social, por las razones que sean, alguien tiene que sentarse a responder, antes de abrir el pico, las cuatro preguntas arriba formuladas y cabildear su diseño entre distintos actores para examinar su viabilidad. Este trabajo de preinversión es esencial para el éxito: construye las bases del edificio.
Si alguien hace ese brete, ojalá no se le ocurra inventar que el fin sea llegar a un “proyecto país” común. ¡Meta imposible entre tanto diablo! Quizá sea más práctico el llamamiento a un diálogo para ver si, y cómo, se resuelven problemas concretos que a todos chiman. O sea, diálogos para resolver problemas, no para pintar horizontes.
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El autor es sociólogo.