“Tiene más patas que un ciempiés” decíamos, no sin envidia, de un tipo que tenía un montón de conexiones. El fulano en cuestión estaba enchufado por todas partes: nunca le vi hacer una fila y, con una rápida llamada, abría puertas para él y sus conocidos. Un verdadero tesoro. El punto es que esas “patas” eran como una administración paralela. Ahí perdían eficacia reglamentos públicos —leyes ni que decir— pero, también, las celosas disposiciones de gerentes de la empresa privada. Él estaba por encima de lo público y lo privado.
Todo estaba al alcance: tiquetes regalados, lugares preferenciales, citas con personas importantes, “quiebres” en el pago de deudas. Lo curioso es que nunca exigió dinero alguno, ni lo insinuó. Parecía contentarse con la demostración palpable de su influencia y, en ese sentido, de su poder para lograr que las cosas sucedieran. De ser alguien, en otras palabras.
Terminó como empezó: un misterio envuelto en un enigma. Un día perdió su magia, sin escándalo de por medio. Simplemente renació como un mortal más, de esos que tienen que “pellejear” el pan nuestro de cada día. Lo aceptó sin drama, o al menos así lo simuló. Nosotros quedamos en ascuas, sin entender cómo empezó ni como terminó aquello. Como cuando uno lee una novela de misterio de final ambiguo: cualquier cosa pudo haber ocurrido. Y, por supuesto, armamos un verdadero anecdotario de sus hazañas. Antes de que conociéramos el concepto de celebridad, él ya era una, al menos entre los que conocíamos sus poderes. Poderes evanescentes, al fin y al cabo, pues legado, lo que se dice legado, no hubo más que ese anecdotario. Cero obras, cero frases célebres, cero libros.
Al recordar a ese personaje, inevitablemente reflexioné sobre la ambición de poder que uno ve en tanta gente. La gran mayoría lo quiere para sentirse superior, más rico, más temido, o para gozarlo. Sin embargo, no saben qué hacer con él: nunca logran articular una misión ni pensar un legado. Lo único que quieren es estar ahí, en las alturas, como el fulano del cuento del ciempiés. Porque el poder, entendido como vocación, carga el pesado fardo de la responsabilidad, la angustia de las decisiones difíciles y la construcción diaria e incierta de un legado. Pocas personas lo ven así, sin embargo. A la mayoría, lo que les cuadra es la adrenalina, la carrera hacia ninguna parte.
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El autor es sociólogo.