
Costa Rica ha sido, a lo largo de su historia, una nación optimista, esperanzada en el futuro. Y no, no me refiero a nuestro tradicional “pura vida”. Hablo especialmente de nuestra trayectoria como país, de ese ADN colectivo que ha sabido apostar por la paz y la dignidad, incluso en los momentos de mayor incertidumbre.
Como toda historia, la nuestra está llena de cimas y valles. Hubo épocas en las que mirábamos al mundo desde lo alto de nuestras magníficas montañas, no solo geográficas, sino también morales y políticas. En medio del caos global tras la Segunda Guerra Mundial, y con la Guerra Fría apenas comenzando, Costa Rica tomó una de las decisiones más valientes hace 77 años: abolir el ejército para salvarnos del destino de tantas naciones hermanas, atrapadas en alzamientos militares y dictaduras.
Mientras gran parte de América Latina era arrasada por la fuerza de los conflictos, Costa Rica apostó por un Estado fuerte y longevo, cimentado en pilares esenciales para la felicidad humana en la tierra: acceso a la salud, la educación, la vivienda, y la cultura, rodeados de naturaleza.
Fundamos un Tribunal Supremo de Elecciones independiente, único en la región, que vela por nuestra democracia. Hay países considerados “desarrollados” que aún no han logrado lo que nosotros consolidamos hace más de siete décadas en materia electoral.
Cuando otros eligieron destruir sus bosques en nombre del desarrollo, Costa Rica tomó un rumbo distinto: creó un sistema nacional de áreas de conservación que logró revertir la deforestación. Los bosques lograron llegar de nuevo al mar y se convirtieron en nuestro mayor orgullo.
Pero no todo han sido cimas. También hemos caminado por valles oscuros: los apagones educativos, primero en los años ochenta y, lamentablemente, de nuevo hoy; el rezago crónico en transporte, infraestructura y movilidad de siempre. La dolorosa y violenta inseguridad que hoy azota nuestras calles como nunca antes. No hay familia perfecta definitivamente. Pero también, como dice el dicho, creo que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.

A veces me pregunto si no será que las decisiones más valientes son, en el fondo, expresiones de un optimismo profundo. Porque sí: es más fácil iniciar una guerra que abolir un ejército. Es más fácil talar un bosque que tener la paciencia de verlo crecer. Es más sencillo desmantelar instituciones que tener la visión de construirlas y cuidarlas de generación en generación.
Y, a nivel individual, ¿cómo mantenerse optimista en momentos en que el país se siente tan convulso? En mi caso, me gusta pensar que el optimismo lo llevo en la sangre. Lo primero que hago es recordar que comparto ADN con personas como mi abuelito: una persona sencilla, sin reconocimientos ni medallas que, tras combatir en la guerra civil de 1948 y tras abolirse el ejército, dedicó su vida a construir escuelas públicas a lo largo y ancho del país. Renunció a las armas, para construir aulas. Esa gran hazaña no puede morir ni con él, ni conmigo. Quiero compartirlo con quien me lea hoy porque venimos de una familia y de una nación, que, aunque imperfecta, ha trabajado con mucho optimismo por un futuro digno para mi generación y por quienes aún no han nacido.
Y, en estos tiempos en que, como país, atravesamos un largo valle oscuro, es cuando más me reconforta releer una frase que adorna el edificio de una de esas instituciones públicas que fundamos cuando otros países privatizaban todo (hasta sus seguros de vida). Esta frase de Isaac Felipe Azofeifa dice así:
“De veras, hijo, ya todas las estrellas han partido. Pero nunca se pone más oscuro que cuando va a amanecer”.
Y usted, ¿cómo se mantiene optimista?
mariaestelijarquin@gmail.com
María Estelí Jarquín es experta en diplomacia científica.