El elevador, creo haber descubierto, es el último reducto de la privacidad
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Por Carlos Arguedas R.
Ignoro todo acerca de los ascensores, salvo que suben y bajan. Como todo en esta vida, abordarlos tiene una cierta magnitud de riesgo. Pueden caer al vacío, cerrarse herméticamente o atraparlo a uno antes de continuar su marcha: sucede, y en algunos casos no se vive para contarlo. Pero, a cambio, permiten un grado superlativo de aislamiento si se viaja solo, y esto, hoy día, no es poca cosa.
Si se viaja con extraños, nunca mejor dicho, resulta embarazoso. Tanto más en la medida en que menos sean los ocupantes. Pero de todas maneras, en un espacio tan mezquino, se crea una disimulada hostilidad entre ellos.
Es el sentimiento recíproco de que los otros nos imponen su presencia, que invaden nuestro hábitat particular, que nada tienen que estar haciendo ahí. Es una percepción generalizada, que no tiene que ver con la soledad, sino con la privacidad.
La soledad es otra cosa; lo pone de manifiesto Lucia Berlin cuando dice que este es un concepto anglosajón: en contraste, observó que en el Distrito Federal (hoy Ciudad de México), si usted era el único pasajero en un autobús y alguien subía, no solo iba a sentarse a su lado, sino que se recostaba en usted.
Creo haber descubierto que el ascensor es el último reducto de la privacidad, el lugar hasta donde no llega la observación de los demás y somos dueños de nuestra interioridad y nuestra exterioridad.
De ahí en más, la privacidad cada vez existe menos, ha ido erradicándose debido a la desaprensión de la ley, la lenidad con que dizque la protege el aparato judicial y la invasión de las tecnologías.
En el ascensor, impersonal cubículo en el que penetramos con miras solo a su función práctica, damos por sentado que nadie nos observa, nadie nos escucha, nadie nos percibe. Sin embargo, somos incapaces de comprender y aprovechar el significado de ese encierro voluntario que nos garantiza radical indemnidad.
Durante el leve tránsito entre la puerta que se cierra y más tarde se abre, disfrutamos de una sensación plena de intimidad sin reservas que es imposible hallar en parte alguna, y que no es pura ficción, sino privacidad real, en su más acabada esencia.
Estoy persuadido de que la garantía constitucional del derecho a la intimidad, tan maltratado y desposeído actualmente, tiene su mayor realización en el recato del ascensor.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPIlegal.
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