Dos senadores demócratas, Kyrsten Sinema (Arizona) y Joe Manchin (Virginia Occidental), que suelen recibir el calificativo de “centristas”, han puesto obstáculos y límites al ambicioso plan de reconstrucción Build Back Better del presidente estadounidense Joe Biden.
Muchos observadores se preguntan por el significado real de aquel término en el 2021; no hace falta ser cínico para sospechar que las figuras mencionadas no son tanto centristas, sino autocéntricas, y que solo obedecen al imperativo de obtener la reelección.
¿Con qué criterios juzgar a los centristas? Esa pregunta se ha vuelto urgente no solo en Estados Unidos, sino también en Francia, donde el presidente, Emmanuel Macron, que prometió construir un nuevo centro en la política francesa, buscará la reelección el año entrante. Igual que en el caso de los dos senadores estadounidenses, los críticos ven en el centrismo de Macron una pantalla de humo para un político que en la práctica gobierna para la derecha (al punto que lo cataloguen de “presidente de los ricos”).
La cuestión, entonces, ya no es si el centro puede sostenerse, sino si en la política actual puede sostenerse algún significado del centrismo. Este término tenía sentido durante el siglo XX, que muchos consideran una era de extremos ideológicos.
Estar en el centro implicaba un compromiso con el combate contra los partidos y movimientos antidemocráticos. Pero incluso entonces, a quienes se decían centristas se los solía acusar de mala fe. Con característica ironía, Isaiah Berlin, liberal por excelencia, se incluía entre los “centristas miserables, moderados despreciables, intelectuales escépticos criptorreaccionarios”.
Estos primeros autodenominados centristas podían usufructuar el prestigio acumulado en la lucha contra el fascismo y el estalinismo, pero, después de eso, el legado de una postura de moderación deliberada en política se fue diluyendo. Hoy hay en muchos países una especie de centrismo zombi: un remanente de la Guerra Fría que ya no ofrece ninguna orientación política genuina a sus adherentes.
Los democristianos alemanes lo aprendieron hace poco del peor modo. Su intento de presentarse en la elección federal de setiembre como el centro, frente a una posible coalición entre los socialdemócratas y el partido poscomunista Die Linke (La Izquierda), resultó un fracaso estrepitoso.
Era obvio que la campaña anticomunista de los democristianos (que parecía sacada directamente de los años cincuenta) no tenía relación con los desafíos del siglo XXI. La idea de que alguien tan mesurado como Olaf Scholz, ministro de Finanzas del gobierno saliente (y ahora futuro canciller), iba a andar agitando banderas rojas en el Reichstag parecía realmente absurda.
Pero subsisten dos formas de centrismo que no son reducibles a un liberalismo zombi de la Guerra Fría. Una es procedimental: en sistemas como el estadounidense, donde hay separación de poderes, los políticos están obligados a practicar el arte de la concesión, sobre todo, en una era en la que las mayorías claras en las cámaras legislativas se han vuelto infrecuentes.
Los cada vez más fragmentados sistemas de partidos en Europa se encuentran frente a un imperativo similar. El Parlamento neerlandés alberga hoy no menos de diecisiete partidos (o tal vez más, según cómo sean contados). Y tras semanas de negociaciones, Alemania pronto tendrá un gobierno en el que socialdemócratas y verdes de izquierda integrarán una “coalición del semáforo” con liberaldemócratas promercado.
La fragmentación (sea institucional o política) obliga a los políticos a adoptar lo que el filósofo neerlandés Frank Ankersmit califica de escrupulosa falta de escrúpulos (principled unprincipledness) para que la democracia funcione. Al fin y al cabo, la mayoría de la gente no está dispuesta a hacer concesiones porque sí, ya que nadie diría que la segunda mejor alternativa es la mejor alternativa.
La excepción son quienes suscriben a la segunda forma creíble de centrismo: la posicional. Para los centristas posicionales la equidistancia entre los extremos políticos es prueba de pragmatismo y “no ideología”, y por lo general tratan de capitalizar el valor que todavía se asigna al bipartidismo (sobre todo en Estados Unidos). Sacan provecho de parecer razonables cuando la izquierda y la derecha están dominadas por fanáticos.
En su primera campaña electoral, Macron recalcó una y otra vez la postura radical de sus oponentes (la ultraderechista Marine Le Pen y el ultraizquierdista Jean-Luc Mélenchon) para mostrarse como el único representante de una posición responsable.
Apelando a la “teoría de la herradura” (muy popular entre los anticomunistas durante la Guerra Fría), los centristas también suelen insinuar que el populismo de izquierda y el de derecha convergen tarde o temprano en un mismo destino antiliberal. Pero igual que los teóricos de la “tercera vía” en los noventa, los seguidores de Macron también han propuesto que “izquierda” y “derecha” son etiquetas obsoletas; eso les permite invitar a su movimiento a antiguos socialistas y gaullistas.
Sin embargo, el centrismo no es automáticamente democrático. Un buen ejemplo es Macron, a quien han calificado de “hombre fuerte liberal”. Su postura de “ni a la izquierda ni a la derecha” implica una forma de gobierno abiertamente tecnocrática.
El supuesto es que para todo desafío político siempre hay una respuesta racional excluyente, lo que por definición permite tildar de irracional a cualquier crítico. Pero como descubrió Macron con la revuelta de los chalecos amarillos en el 2018, la negación del pluralismo democrático implícita en esta postura puede producir una contrarreacción intensa.
El centrismo procedimental y el posicional dependen del buen funcionamiento de la democracia, y ambos pueden ser peligrosos en países que padecen una polarización política asimétrica. Es lo que ocurre en Estados Unidos, donde el Partido Republicano ya no reconoce aspectos básicos de la democracia.
Los republicanos están embarcados en un vasto proyecto que incluye manipulación extrema del trazado de distritos electorales, supresión de votantes, subversión de las elecciones y obstruccionismo legislativo, y no muestran interés alguno en hacer concesiones.
Ahora que Biden está en la Casa Blanca, el líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConnell (quien a pesar de sus reticencias ha sido un cómplice fiable para Donald Trump), está siguiendo el mismo manual que perfeccionó durante la presidencia de Barack Obama.
El centrismo procedimental no tiene sentido cuando los adversarios políticos ya no respetan los procedimientos (como ahora los republicanos). Pero la situación es incluso peor para el centrismo posicional. Si un partido rechaza la democracia, la equidistancia es complicidad.
Si lo único que tienen para ofrecer Sinema y Manchin es centrismo zombi, centrismo procedimental o centrismo posicional, en algún momento hasta sus propios votantes podrían castigarlos por obstaculizar iniciativas de gobierno que de hecho son muy populares.
Jan-Werner Mueller, profesor de Política en la Universidad de Princeton, es miembro de The New Institute (Hamburgo).
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