La mayoría de la gente acude al mismo razonamiento, a fin de creer en la existencia de alguna forma de pervivencia después de la muerte. Y ese argumento es este: de no haber nada después de la visita de la parca, nada tendría sentido. ¡Y eso parece reconfortarlos! Lo que no advierten es que el querer que su vida singular e individual tenga sentido no es sino una manifestación más de la misma aberración: imponerle a un universo quizás irracionalmente estructurado, nuestros muy racionales esquemas de pensamiento.
Falta de sentido. El “problema” de la falta de sentido sería tal únicamente si partiésemos de la premisa según la cual el universo participa de la estructura racional de nuestras mentes (esas para las cuales, en efecto, la noción de sentido es fundamental). Lo que no consideran es que el universo perfectamente podría ser ilógico e irracional con respecto a esas veneradas estructuras que intentamos imponerle por doquier a la realidad. El mundo bien podría no ser racional, y para él, el prurito del sentido no tendría ninguna razón de ser. Puede ser también que esté estructurado según una lógica que no es la nuestra y nos es completamente arcana.
Siempre comienzan a haber problemas, cuando, en lugar de leer la realidad tal cual esta es, nos empecinamos en imponerle la férula de nuestras ideas. Y llegaremos al punto de violentar la realidad y de someterla a las más imposibles torsiones con tal de hacerla calzar en nuestra bella, coherente, perfecta logosfera. La noción de sentido es hija de una era racionalista, positivista, cientificista y utopista. En ella no puede haber desperdicio alguno de energía, todo está ensamblado según patrones perfectamente determinables, el universo es deletreable y, por consiguiente, legible, no hay en él nada de opacidad, nada que ofrezca resistencia a nuestros marcos perceptivos (y si lo hubiese lo forzaríamos para que entre por ellos).
Necesidades humanas. Desengáñense, amigos, y háganlo entendiendo en qué consiste la esencia de su error. Esa “humana, demasiado humana” (Nietzsche) necesidad de sentido es un rasgo muy propio de la psique humana. De ello no cabe inferir, en modo alguno, que el universo esté estructurado según lo que a nosotros nos convenga. Es posible que para el universo el “sentido” radique en otra cosa que en el mero hecho de encontrar algo que, después de la muerte de cada individuo, confiera un thélos a su gestión vital. O quizás sea más simple que eso: el universo no tiene sentido del todo. El “sentido” es una necesidad –una especie de sed existencial– de la que solo padece el ser humano, a todo lo ancho y largo del planeta. Es perfectamente concebible que hayamos sido creados para vivir y morir sin sentido. ¿Por qué no? ¿Porque todo, en el universo, tiene un sentido, un propósito, una finalidad? No es cierto. ¿Lo han ustedes acaso comprobado? Esa es una típica proyección racionalista antropocéntrica, y una manifestación clásica de falsa lógica.
Si no quiere usted morirse, amigo –cosa que comprendo como el que más– tome antidepresivos, cultive el yoga, acaso la meditación trascendental, consulte un chamán, dé su adscripción fervorosa a una religión que le garantice que una parte suya –siquiera– pervivirá después de la muerte. Esas son opciones lícitas. Por el contrario, la “petición de sentido” no se sostiene filosófica ni lógicamente. Es tan absurdo como decir que la extinción de los dinosaurios tenía por “sentido” el posterior advenimiento de la especie humana.
Falacia común. El “sentidismo” es, de todos los paralogismos elaborados contra la muerte, el más torpe, miope, y sin embargo, el más difundido. No es una fe –cosa que me merecería el mayor respeto–, ni es demostración racional. Es, simplemente una falacia. Tan estúpido como decir: “debe haber algo después de la muerte, porque de lo contrario no quedaría nadie en casa que pudiese regresar, en mitad de la noche y bajo forma de ectoplasma, para regar los geranios durante el verano”.
“Tiene que haber algo después de la muerte, porque de lo contrario nada tendría sentido” –es el sentir irrenunciable de los “sentidistas”–. Les tengo noticias: nuestra necesidad de sentido no es prueba de que la vida tenga un sentido. La sed no prueba la existencia de la fuente. Algo más: aun dentro del régimen de inmanencia –lo mundano, lo puramente terrenal– hay tantas causas por las cuales luchar, tantas comarcas del ser por explorar, que no veo cómo nadie pueda quejarse por la falta de sentido de su vida, aun cuando no hubiese nada después de la muerte.
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Mi pedido. Quien pone todo el sentido de su vida en la trascendencia del alma hacia una dimensión beatífica hace una apuesta muy riesgosa. Lo hace porque de lo contrario se lo come vivo el sentimiento del absurdo. Pero amigos: existe una posibilidad altísima de que la existencia humana sobre la tierra sea en efecto absurda, y no por eso vamos a dejar de vivirla. La vida es su propio sentido, la vida es un valor absoluto, la vida merece ser vivida con o sin sentido, con o sin absurdo. Jamás le he exigido a la vida sentido. Me contento con que me permita divertirme un poco, y que no me someta, de ser posible, a tormentos excesivamente rigurosos. Amén.
El autor es pianista y escritor.