El vínculo con el libro será erótico o no será. Su materialidad, su aroma, su textura, su divina corporeidad y, sobre todo, su finitud. Bella, como todo lo humano. Es lo que una computadora jamás nos dará. Su mundo infinito me asusta, me perturba. Es inhóspito, poco acogedor. Los libros fueron hechos para acariciarles el lomo, para dormir con ellos, para olerlos. La comunicación virtual ha desensualizado al ser humano. El tráfico con máquinas siempre tenderá a hacerlo.
Ya no vivimos la vida: todo se ha convertido en un “simulacro” (Baudrillard).
Simulacro de música, simulacro de sexo, simulacro de viaje, simulacro de museo, simulacro de diálogo, simulacro de sensación. Por supuesto que es loable tener la capacidad de “entrar” en el Museo Van Gogh, de Ámsterdam, a través de una pantalla. Pero nada sustituirá la presencia, el mero hecho de estar ahí frente a los cuadros que amamos. “Sentir” el lugar, olerlo, percibir la textura y el exacto matiz de los colores empleados.
El problema –porque no de otra cosa se trata– de la reproducibilidad del arte: la imagen de la imagen de la imagen de la imagen de Los girasoles… hasta que adviene la inevitable “pérdida de aureola” contra la que nos alertaba Baudelaire.
Porque el aura de las cosas no está en ellas: es el producto mágico del contacto entre sujeto (el receptor activo, cocreador de significado) y el objeto, en este caso, una pintura donde ha quedado flotando el aroma de una vida: la del creador.
Encuentro. Por eso debe ser presencial. Todo en el mundo cibernético conspira contra la inmediatez, el tacto, el olfato, la intimidad corporal con la realidad. Fantasmagoría pura, desencarnada. Por el amor de Dios, amigos y amigas: ¿Quieren copular con una computadora? No dudo que ya haya quien lo haga. ¿Cuál será el nombre clínico para esta parafilia? El riesgo de electrocución ha de ser alto: tengan cuidado.
Recientemente, leí un libro de Claudio Gutiérrez, exrector de la Universidad de Costa Rica (el más preclaro líder que ha tenido esta institución), donde nuestro filósofo aborda in extenso la inteligencia cibernética. El autor es un aristócrata del espíritu, un pensador que merece todo mi respeto. Pero no puedo suscribir a las tesis axiales de su ensayo. Sus terminales vaticinios en torno al futuro del libro como objeto cultural. La extinción de las bibliotecas, tal cual durante siglos las concebimos.
De hecho, su prognosis no es acertada (¡afortunadamente!). La industria del libro florece hoy como nunca. Es un hecho estadístico de fácil verificación. Cada año se publican, venden y leen más libros en el mundo entero. Ello es, salvo en Costa Rica, donde la gente ya no sabe leer: ha perdido por completo esa facultad (hablo literalmente, esta no es una hipérbole).
Basta con visitar alguna librería parisina para advertir a qué punto sigue el libro siendo un objeto masivamente codiciado. Ello por la sencilla razón de que lo que el libro da no lo podrá jamás dar una computadora. La afirmación simétrica es también, por cierto, correcta. Pero precisamente por ello, no veo la necesidad de entonar el réquiem universal del libro. ¿Estaré cayendo en el fetichismo? Quizás. Esta no es, en mi sentir íntimo, una “mala palabra”. Y si lo fuese, ¿sería menos nefasto el fetichismo de la máquina?
E-reader. No se me escapan, por supuesto, las ventajas prácticas que supone llevar en un kindle las noventa novelas de La comedia humana, de Balzac, que no podríamos cargar en una valija durante un viaje aéreo sin pagar sobrepeso y causarnos una hernia discal. Pero resulta que nosotros no vivimos, primariamente, en aviones y, por otra parte, el pragmatismo, siendo ciertamente un valor, no es el único criterio para el buen vivir. Hay muchos otros valores irrenunciables: el gozo, el primero de ellos. El sensorial, ese que la sociedad se ha abocado, metódicamente, a “desprogramar” de nuestro sistema.
Contrariamente a lo que muchos creen, no vivimos en un mundo esencialmente hedonista: ¡Jamás, como hoy, nos había estado prohibido el gozo! El mandato social es: “Compre, consuma, deseche”, pero no es: “disfrute”.
El gozo conlleva morosidad, dilación, regodeo, tiempo… y no lo olvidemos: time is money. El gozo es hijo del ocio, no del negocio. Y nada es tan severamente castigado actualmente como el ocio. La sociedad no nos quiere gozosos, nos quiere, antes bien, sedientos, insatisfechos, angurrientos deseantes: es el principio mismo de la economía de mercado y la base de la lógica capitalista.
¿Es el pragmatismo un valor en materia amatoria? El libraco Men Are from Mars, Women Are from Venus –que los gringos recibieron con el entusiasmo con que acogen toda basura– propone expeditivos métodos para “sacarle un orgasmo a una mujer en cuestión de minutos”. ¿No se le habrá ocurrido pensar, al cretinillo que lo escribió, que hay a quienes nos gusta permanecer entre las piernas de una mujer por tanto tiempo cuanto sea posible, ir llegando, no arribar; la travesía, no el desembarque; el proceso, no su culminación?
¡El orgasmo es justamente lo que debemos posponer, demorar, toda vez que con él muere –o se extenúa momentáneamente– el gozo! ¡El juego consiste en postergar, no en acelerar!
Lectura en decadencia. Comencé estas cavilaciones proponiendo mi elogio personal del libro, y heme aquí disertando sobre sexología. Nada me parece tan natural. No he movido un dedo por evitarlo: mi pensamiento es vagaroso y andariego. Estadísticas recientes revelan que cinco de cada diez franceses no leen. El filósofo Luc Ferry, ministro de Educación bajo las administraciones de Jacques Chirac, desnuda el hecho –espeluznante, en el país de Molière– de que un 10 % de la población no ha leído un libro completo en sus vidas.
El problema es, por supuesto, complejo, y su explicación, para usar una palabreja de moda, “multifactorial”. No vamos ahora a perdernos por esos andurriales. Limitémonos a mencionar el hecho, ya suficientemente revelador, de que en Francia siquiera se designa a un eminentísimo filósofo para desempeñar el cargo de ministro de Educación. Aquí, 20 de cada 10 ticos no leen, y eso no parece inquietar a nadie. Costa Rica será el primer país del mundo donde el libro dejará de existir como bien cultural.
Borges decía que, así como las herramientas –el pico, la azada– habían sido inventadas para prolongar el cuerpo del hombre, el libro había sido creado como una prolongación de su memoria. Todo libro nos propone un diálogo (ello es, si la lectura es activa). Lo más sorprendente: un diálogo con seres de tierras lejanas y tiempos idos. Leer es la única manera que tenemos de hablar con los muertos. No existe otra forma legítima de la nigromancia. Y si aguzamos los oídos, si les cedemos la palabra, les garantizo que oiremos sus voces, nítidas, inconfundibles, venir a nosotros desde el fondo de los siglos.
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¿Soy lo que leo? No, como tampoco soy lo que como, oigo, veo o respiro. Pero es indudable que en la configuración de eso que llamamos “identidad”, la lectura tiene un inmenso poder modelador. Una vez más, todo lo que puedo hacer es dejar mi testimonio: la lectura ha sido, junto con la música, el más importante nutriente de mi alma.
Así como hay pueblos que mueren porque no tienen qué comer, los hay que mueren de inanición espiritual. Una muerte –como decía Federico García Lorca– mucho más lenta, atroz, cruel, que la que acarrea la privación de alimentos.
Al cuerpo le tomará unos pocos días caer vencido por el hambre. El alma agonizará colectivamente durante años, décadas o siglos. ¿Costa Rica? País alfabetizado, pero iletrado; instruido pero inculto; informado pero, ineducado. Mi pesimismo al respecto es profundo.
El autor es pianista y escritor.