
Estamos rodeados de banderas ecológicas, certificaciones y compromisos hacia la carbono-neutralidad. Pero, en medio de este mar de buenas intenciones, hay un tema que apenas asoma en el debate público: lo que ponemos en el plato cada día –en el desayuno, el almuerzo o la cena– está definiendo el futuro del planeta.
La Comisión EAT-Lancet acaba de publicar un nuevo informe que lo dice sin rodeos: el destino de la humanidad y del planeta se juega, literalmente, en el plato.
Lo que producimos, distribuimos y consumimos no solo determina nuestra salud, sino también la estabilidad del clima, la biodiversidad y la equidad social. Sin una transformación profunda en la forma en que producimos y comemos, advierten los expertos, será imposible cumplir con el Acuerdo de París, el Marco Mundial de Biodiversidad de Kunming-Montreal y los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Vivimos una paradoja: el planeta produce suficientes alimentos para todos, pero más de la mitad de la población no accede a una dieta saludable. Cerca de mil millones de personas sufren hambre o malnutrición, mientras los índices de obesidad aumentan en todos los continentes. La comida, fuente de vida y bienestar, se ha convertido en un motor de enfermedad y desigualdad.
Los sistemas alimentarios actuales son también una de las principales causas de la crisis ambiental. La producción y el consumo de alimentos impulsan la transgresión de cinco de los nueve límites planetarios –entre ellos, la pérdida de biodiversidad, el cambio en el uso de la tierra y la contaminación por nitrógeno y fósforo–, además de generar cerca del 30% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero.
Aun si el mundo lograra descarbonizar su matriz energética, el modo en que producimos y consumimos alimentos bastaría para sobrepasar los límites de seguridad climática.
La dieta de salud planetaria, propuesta por la Comisión, ofrece una hoja de ruta posible: una alimentación mayoritariamente basada en plantas, con consumo moderado de productos animales y baja en azúcares, grasas y sal. No es un modelo impuesto, sino un marco adaptable a las culturas y tradiciones de cada país. Su adopción global podría evitar hasta 15 millones de muertes prematuras al año, reducir enfermedades cardiovasculares y diabetes, y aliviar la presión sobre los ecosistemas.
Pero la transformación alimentaria no se limita a la nutrición ni a la sostenibilidad ambiental: también es una cuestión de justicia. Casi la mitad de la población mundial vive por debajo de los umbrales mínimos del derecho a la alimentación, al ambiente sano y al trabajo digno. Paradójicamente, el 30% más rico del planeta genera más del 70% del impacto ambiental del sistema alimentario global. Sin equidad, no habrá transición posible.
La llamada “gran transformación alimentaria” implicará cambios profundos. Para 2050, será necesario reducir en un tercio la producción de carne de rumiantes y aumentar en un 60% la de frutas, verduras y nueces.
Esto requerirá inversiones de entre $200.000 y $500.000 millones anuales. Puede parecer mucho, pero el costo de la inacción supera los cinco billones de dólares cada año en degradación ambiental y gastos en salud. Invertir en transformar los sistemas alimentarios es, por tanto, una decisión económica racional.
El reto no es solo producir alimentos más sostenibles, sino garantizar que sean accesibles, asequibles y deseables. Transformar los entornos alimentarios (supermercados, mercados locales, comedores escolares) es clave para que la opción saludable sea también la opción fácil. De poco sirve aumentar la oferta de frutas y verduras si millones de personas siguen sin poder pagarlas.
El nuevo informe de la EAT-Lancet coloca la justicia como motor del cambio. Regular la concentración de poder corporativo, proteger los derechos laborales, garantizar transparencia en las cadenas de suministro y blindar las políticas públicas frente a intereses económicos indebidos son condiciones indispensables. Sin ellas, cualquier intento de transición quedará atrapado en los mismos bloqueos que han perpetuado la desigualdad y la degradación ambiental.
Los datos son claros: continuar por la senda actual es insostenible. La alimentación genera más costos que beneficios, tanto para la salud humana como para el ambiente. Transformar los sistemas alimentarios no es una opción, sino una urgencia civilizatoria.
La comida es mucho más que energía y nutrientes: es cultura, identidad y territorio. Es el puente que une la salud humana con la salud del planeta. Repensar lo que comemos es el primer paso para cambiar nuestro modelo de desarrollo.
El plato que ponemos en nuestra mesa puede ser el mejor antídoto frente a las crisis globales, o el catalizador de su profundización. La elección está servida. Y el momento de actuar es ahora.
Lenin Corrales Chaves es analista ambiental y fue presidente del Consejo Científico de Cambio Climático de Costa Rica.