Desde la ventana de mi hotel miro el corniche, un semicírculo de costa que alberga la ciudad de Doha, con sus rascacielos e infraestructura urbana, y pienso cómo un desierto consiguió en cuarenta años ser el más rico país del mundo.
Si bien es cierto que explota reservas de gas natural, también lo es que ha sabido usar los recursos a su favor para financiar la modernización. Expertos cataríes guían las obras de infraestructura, de transportes, las inmobiliarias, las comerciales, las educativas y las industriales.
En la Ciudad de la Educación, hay representaciones de varias universidades y se promueve el desarrollo tecnológico; puertos al norte y al sur reciben y despachan sus ventas de gas y petróleo.
Catar construyó el aeropuerto Hamad y promueve la línea aérea nacional para mover grandes cantidades de pasajeros, inauguró el metro que conecta de manera económica la zona urbana, construyó una isla artificial, llamada la Perla, con complejos habitacionales donde extranjeros compran apartamentos sumamente onerosos y se les conceden derechos de residentes permanentes a quienes adquieren bienes raíces.
Otra ciudad que se levanta es Lusail, la que, según proyecciones, atraerá a 250.000 nuevos residentes. Tendrá tranvías y conexiones con el metro de Doha, y malecones.
El año próximo recibirá a miles de turistas para la Copa del Mundo y todas las vías están siendo intervenidas, el embellecimiento de las zonas verdes es notorio y las viejas aceras fueron reemplazadas por amplias vías peatonales con franjas verdes y paisaje urbano exuberante.
Asimismo, pequeños parques surgen en las esquinas donde antes había lotes vacíos. El año pasado inauguró un museo nacional que imita la flor del desierto, que se forma por cristalización de la sal en la arena.
El parque Aspire fue recientemente adicionado a la ciudad con un lago artificial y una estación de metro. El nuevo barrio Katara, de arquitectura islámica tradicional, junto con una loma verde y una playa, fue creado de la nada, y hace dos años abrió el megaparque Al Bida, con dos estaciones de metro, adyacente al palacio del emir y a la parte histórica del mercado central Souq Waqif, en donde nuevos restaurantes y hoteles preservan la forma tradicional arquitectónica y se confunden con los pocos edificios antiguos que lograron salvar.
Hoy trabajan en los acabados de la playa en West Bay. Toda la ciudad es un gran parque atractivo, moderno y agradable para los turistas. Ciertamente no todo es perfecto; sin embargo, no cabe duda de que los ingresos por la venta de gas licuado fueron bien invertidos.
En Costa Rica, sin commodities y sufriendo una deuda interna asfixiante, ¿qué hacer para financiar la modernización? Aprovechar un clima agradable y estable todo el año, su amplia cantidad de lluvia que brinda rica flora y fauna y los kilómetros de costas y playas.
No obstante, la característica son las zonas urbanas sin espacios naturales y montañas cada día más inaccesibles. Cuando las áreas públicas se destinan al arte, los deportes y el esparcimiento, ellas mismas promueven un cambio de actitud y ayudan a la promoción social.
Costa Rica precisa la regeneración de barrios decadentes y la preservación de otros mediante manuales de tipologías arquitectónicas.
Los barrios decrépitos deberían ser transformados a través de inversión privada para transportarnos en el tiempo a eras de antaño.
Controversial pero necesario: si el Estado es dueño de la zona marítimo-terrestre y únicamente la ha dado en concesión por 99 años en algunos lugares, ¿por qué sigue cobrando precios ridículos por ello?
En el momento de las renovaciones, el gobierno debería cobrar precios de mercado y con eso pagar deuda interna.
Voy más allá: ¿Por qué el Estado no traza planes maestros respetuosos de los ecosistemas en los 150 metros de la línea de costa de varias zonas y las vende a tarifas internacionales?
Tal como Catar creó la Perla y Lusail, y Dubái construyó la isla artificial Palm Jumeirah, todas las franjas de costa generarían miles de millones de dólares de ingresos que pagarían la deuda interna a mediano plazo.
El autor es profesor en la Universidad Concordia.