Carlos Alvarado renunció a la pensión de expresidente. En sentido estricto, la ley no lo permite porque los derechos laborales son irrenunciables, pero la carta enviada a la Dirección Nacional de Pensiones del Ministerio de Trabajo es un firme compromiso de no recibir la jubilación. Si en el futuro la reclamara, una tormenta de críticas caería sobre él. Nada conduce a cuestionar la sinceridad del gesto.
Es difícil imaginar una decisión menos polémica y más encomiable. Un hombre de 42 años, con otros 23 de vida laboral por delante, hace bien al rechazar la condición de jubilado por cuenta ajena. No obstante, los comentarios al pie de la información publicada por este diario demuestran que, en la Costa Rica de nuestros días, ningún gesto es encomiable y en ningún acto hay virtud.
El país se divide entre quienes no perdonan al rival siquiera los aciertos y quienes del todo a nadie perdonan. El cinismo nos tomó por asalto y corroe, a paso acelerado, el fundamento de las instituciones democráticas. Si en alguna parte hay honestidad o buenas intenciones, es mera apariencia y el incrédulo se sienta a esperar la prueba en contrario. A veces falta la paciencia y la prueba se inventa o, simplemente, se prescinde de ella, sustituyéndola por afirmaciones contundentes.
Uno de los comentaristas niega mérito a la renuncia del mandatario porque «de por sí ya se robó todo por otro lado». A los periodistas nos encantaría conocer detalles del «robo». También a la Fiscalía, que hasta dio trámite a una denuncia anónima apoyada en recortes de periódico sin relación con actos de corrupción.
La verdad es que no hay el menor indicio de «robo». Hasta hoy, la deshonestidad del mandatario solo existe en el discurso destemplado, irresponsable y corrosivo de nuestra política. El comentarista prevé la posibilidad de que alguien disienta de sus infundios y lo califica, por anticipado, de «ingenuo» o «PAC lover», capaz de creer que sea «un acto de honestidad». En su mente, las buenas intenciones son inimaginables y quien no las descarte «a priori» es ciegamente partidario o irremediablemente tonto.
Escribo, pues, advertido de las consecuencias. Pude haber escrito sobre cualquier otra cosa, pero sería cobarde no salir al paso de la mentira. Es hora de alzar la voz contra el discurso corrosivo, no por bien del presidente, que en unos meses dejará de serlo, sino por sus sucesores. También, por el resto de los funcionarios, sean de nombramiento político o de carrera. Y, sobre todo, por la salud de nuestras instituciones democráticas.
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