Las democracias sin Estados que funcionen son una mera ilusión. Hasta para lo elemental, como organizar elecciones limpias y libres, se necesitan instituciones con capacidades para establecer y hacer cumplir las reglas. Ni digamos en asuntos más complejos, pero indispensables para una democracia, como tutelar los derechos de las personas: sin un Estado de derecho que resuelva disputas y corrija abusos, esos derechos se quedan en puros verbos.
Pensemos en un tema no estrictamente relacionado con la democracia: el funcionamiento de los mercados. La tesis de que estos se autorregulan es una quimera. Ni Adam Smith la aceptó (los escépticos de esta afirmación, lean o relean el “Libro V” de La riqueza de las naciones). Los mercados, que siempre son imperfectos, requieren instituciones para zanjar disputas sobre contratos, precios, productos y derechos de consumidores y productores.
El Estado puede ser necesario, pero ¿qué viene primero: la democracia o el Estado? Es la disyuntiva del huevo o la gallina: ¿Necesitamos primero establecer instituciones de un Estado funcional, capaz de cumplir con sus mandatos, o empezar por celebrar elecciones para, desde ahí, sembrar las semillas de la libertad? La historia parece señalarnos que no hay una respuesta única. En algunos países europeos, la creación de Estados nacionales antecedió a la implantación de democracias, pero en otros países de ese continente los Estados no evolucionaron hacia regímenes democráticos y, más bien, dieron pie a autocracias.
Si uno examina el largo y conflictivo período de democratización del régimen político costarricense, iniciado a finales del siglo XIX, lo que puede verse es, más bien, una interacción: Estado y democracia se fueron construyendo recíprocamente. Para poner un ejemplo: el Poder Judicial pasó de ser una mera dependencia presupuestaria del Legislativo a comienzos del siglo XX a un poder del Estado con independencia política, orgánica y presupuestaria pocas décadas después.
Aun si fuera cierta mi tesis, no resuelve una segunda pregunta: ¿Qué tipo de Estado crea un círculo virtuoso con la democracia? ¿Cuál no? Aquí es donde la chancha tuerce el rabo, pues el mal funcionamiento de instituciones claves, o su debilitamiento, puede conspirar contra un régimen de libertades. Encontrar una respuesta razonable a esta pregunta es una cuestión clave de nuestro tiempo.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.