En tiempos de crisis ambiental, encierro digital y desconexión social, el vínculo entre infancia y naturaleza se ha debilitado peligrosamente. Lo advirtió hace varios años el periodista Richard Louv en su libro Los últimos niños del bosque, en el que acuñó un concepto que hoy resulta más vigente que nunca: el “trastorno por déficit de naturaleza”.
No es un diagnóstico médico, sino una llamada de atención sobre un fenómeno que afecta a millones de niños y niñas en todo el mundo. Menor capacidad de concentración, más ansiedad, obesidad infantil, apatía frente a los problemas ambientales: el aislamiento del mundo natural no solo perjudica el desarrollo individual, sino que también pone en riesgo la sostenibilidad del planeta.
El problema no es solo que los niños pasen más tiempo frente a pantallas –algo ya ampliamente debatido–, sino que la estructura misma de nuestras ciudades, escuelas y estilos de vida ha ido cercando el acceso al juego libre en entornos naturales. Entre las razones se pueden mencionar zonas verdes reducidas o mal planificadas, miedo social a los espacios abiertos, urbanizaciones cerradas sin árboles, horarios escolares y extracurriculares saturados, y una sobreprotección adulta que ha convertido al aire libre en territorio de riesgo.
Paradójicamente, en un país como Costa Rica –reconocido internacionalmente por su biodiversidad, su sistema de áreas protegidas y su legislación ambiental–, este diagnóstico también se aplica. Tener naturaleza cercana no garantiza el contacto cotidiano con ella. En las últimas décadas, el acceso real de la población urbana, y especialmente de la niñez, a los entornos naturales se ha visto restringido por múltiples factores: privatización de terrenos, inseguridad, presión inmobiliaria, desigualdad territorial en la distribución de espacios verdes y una concepción escolar excesivamente cerrada entre paredes y tapias.
La educación ambiental, aun con avances importantes, sigue estando muchas veces desconectada del territorio inmediato. Se habla de conservación, pero pocas veces se camina por el bosque. Se enseña sobre biodiversidad, pero sin oír a las aves del patio. Incluso, muchas escuelas rurales, ubicadas en entornos privilegiados, no han integrado plenamente la naturaleza como parte activa del currículo.
La pandemia de covid-19 agravó aún más esta tendencia. El confinamiento masivo reforzó la idea de que la naturaleza era secundaria frente a la tecnología. Lo que pudo haber sido una oportunidad para redescubrir lo cercano –el jardín, un árbol, un sendero– fue eclipsado por el miedo y la hiperconexión digital. Salir se volvió peligroso e incluso innecesario.
Propuestas
Pero Louv no solo denuncia: propone. Su visión es profundamente transformadora. Reconectar a la infancia con la naturaleza exige repensar el urbanismo, los modelos educativos, las políticas públicas y las prácticas familiares. Estrategias como aulas al aire libre, ciudades biofílicas, caminos escolares verdes o parques inclusivos no son caprichos románticos. Están respaldadas por abundante evidencia científica que demuestra mejoras en la salud mental, el rendimiento académico, la cohesión social y la conciencia ecológica.
Costa Rica cuenta con una base excepcional para liderar este cambio. Tiene la riqueza natural, el conocimiento técnico y la institucionalidad ambiental para hacerlo. Pero necesita también una acción decidida desde otros sectores: municipalidades que integren la biodiversidad urbana en sus planes reguladores, escuelas que derriben los muros simbólicos entre aula y naturaleza, familias que vuelvan a valorar el juego libre y espontáneo, y políticas públicas que garanticen el acceso equitativo a espacios naturales, especialmente en comunidades vulnerables.
Más allá del bienestar individual, esta reconexión es una apuesta por el futuro. Un niño o niña que crece sintiendo la lluvia en la piel, trepando árboles o escuchando el canto de las ranas, difícilmente será un adulto indiferente ante la destrucción ambiental. La empatía ecológica no se enseña: se vive. Se forma desde la experiencia, no desde una pantalla.
Por eso, no se trata solo de conservar la naturaleza para las futuras generaciones. Se trata de asegurar que los más jóvenes puedan conocerla hoy. Que puedan crecer con ella, no solo aprendiendo sobre biodiversidad en un libro, sino caminando entre ella. Es una responsabilidad compartida, urgente e ineludible.
En un mundo saturado de urgencias, pocas acciones son tan poderosas –y tan transformadoras– como devolverle a la infancia su derecho a jugar bajo un árbol.
lenincri@lenincorrales.com
Lenin Corrales Chaves es analista ambiental y fue presidente del Consejo Científico de Cambio Climático de Costa Rica.
