La independencia de las entidades técnicas y jurídicas es un pilar fundamental de las democracias modernas. Por tal razón, no es casualidad que en los países donde las tendencias autoritarias se han arraigado con más fuerza sus aparatos de investigación y de lucha contra la corrupción sufran constantes embates. El ejemplo más representativo es el de Estados Unidos y los reiterados intentos del presidente Trump de menoscabar las funciones del FBI, una institución que, pese a ser parte del Poder Ejecutivo, goza de autonomía tácita en sus investigaciones.
Costa Rica ocupa un lugar privilegiado en la región respecto a la independencia de sus órganos investigativos, pero similares escenarios al norteamericano han sido evidentes en Nicaragua, Venezuela, Hungría, Turquía y hasta en Argentina. Por ello, debe generar preocupación el actuar, en los últimos años, de la Procuraduría de la Ética Pública (PEP), y es necesario examinar con profundidad si debemos reformarla y buscar mecanismos para garantizarle mayor rigurosidad e independencia.
Comportamiento inconsistente. El desempeño de la PEP ha estado en el ojo del huracán desde hace varios años. Dos casos notorios, en el período 2010-2014, permiten ilustrar su incoherencia.
En el primero, la PEP emitió un ambiguo señalamiento de faltas éticas contra jerarcas del gobierno por el préstamo de un avión utilizado por la expresidenta Chinchilla.
En ese entonces, el procurador pareció adelantar criterio antes de investigar, el proceso careció de diligencias básicas (como incluir el testimonio de los involucrados) y, al final, se llamó la atención vagamente, sin solicitar o recomendar medidas concretas. El trámite de ese expediente se convirtió en no más que un conveniente insumo para el escarnio politiquero y mediático que rodeó al caso en su momento.
De manera similar, durante ese mismo período, se abrió una investigación llena de rarezas, respecto a nombramientos en comisión de funcionarios en el Ministerio de Relaciones Exteriores. En ella, los procuradores presumiblemente se extralimitaron en sus funciones e interpretaciones legales, no entrevistaron ni tomaron declaración de una porción importante de los funcionarios e investigaron de manera prioritaria a funcionarios afiliados con un partido político, lo cual constituye un flagrante caso de persecución política institucionalizada. Nuevamente, más allá del circo político, la gestión de la PEP no sirvió ni siquiera de disuasorio, pues ese mismo tipo de nombramientos a derecho han seguido ocurriendo desde entonces.
Si bien la Sala Constitucional indicó en su resolución 11176-2011 que algunas investigaciones de la PEP no requieren seguir la totalidad del debido proceso judicial, las normas del sentido común y la mínima diligencia son fundamentales para proteger la legitimidad de sus investigaciones y blindar a la institución ante cuestionamientos.
Los casos referidos serían aislados, y perderían relevancia, si el actuar de la PEP no hubiera dado un giro de ciento ochenta grados respecto a la investigación del presunto involucramiento del expresidente Luis Guillermo Solís en los créditos del cemento chino.
La PEP dejó de lado el precedente difuso y punitivo de sus informes y decidió estudiar apenas una porción de las denuncias. El expresidente fue eximido de toda responsabilidad y el informe se le envió a la Asamblea Legislativa.
¿Qué hacer? Es prudente esperar el informe final de esa comisión para conocer los detalles completos del caso. Empero, no es prematuro concluir que hay serios problemas en el funcionamiento de esa institución, y su actuar genera legítimas dudas ante supuestos favoritismos políticos. Más aún, es difícil para la ciudadanía monitorear o estar al tanto de sus gestiones: en el índice de transparencia del sector público del 2017, efectuado por la Defensoría de los Habitantes, la Procuraduría General de la República (de la cual la PEP es parte) registra el poco decoroso puesto 153 de 254 instituciones evaluadas, con una ruinosa nota de 23 puntos (sobre 100). Es decir, la PEP carece de los instrumentos de gobierno abierto, que podrían permitir disipar las dudas respecto a decisiones tan problemáticas como en los casos donde los involucrados sean altos jerarcas del Estado o lo hayan sido.
Por todo esto, es necesario un diálogo político respecto a la naturaleza de la PEP. Debemos fortalecer su independencia, que debe iniciar por aumentar la rendición de cuentas de sus actividades y la definición de lineamientos sensatos y estándares mínimos en sus investigaciones. Esto protegería tanto a los procuradores como a los investigados.
Otras alternativas más radicales podrían involucrar fusionarla con la Fiscalía especializada del Poder Judicial, separarla del Poder Ejecutivo o cerrarla.
La dificultad en la definición de la ética pública es compleja en el marco de la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito, pues si está contenida dentro de los lineamientos de esa ley, constituye un delito, pero si no lo está, queda a mera interpretación de los procuradores determinar si un acto es ético o no.
Un cuerpo de jurisprudencia podría ayudar a construir una doctrina consistente respecto a la ética pública, pero en los últimos años solo se ha logrado lo contrario. El concepto está más en el aire que nunca, y una denuncia ante la PEP se convierte en una caja negra desde la que puede salir cualquier ornitorrinco digno del realismo mágico.
No obstante, es importante aclarar que el actuar de la PEP no debe buscar promover un “empate político”, con la emisión de resoluciones sin el necesario fundamento, con tal de responsabilizar a miembros de todas las fuerzas políticas por igual. Esa sería una medicina aún peor que la enfermedad. Sin embargo, es necesario que las investigaciones de la PEP se lleven a cabo de manera equilibrada, minuciosa y con atención al detalle, con tal de promover la transparencia y evitar las fundamentadas sospechas que menoscaban la legitimidad de la institución.
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Por todo lo mencionado, no debemos temer a examinar y debatir las resoluciones de la PEP en el marco del respeto a la ley. Una democracia fuerte requiere instituciones protegidas ante los caprichos de su liderazgo circunstancial, pues es común que los pueblos nos equivoquemos y elijamos líderes sin compromiso democrático.
En ese frente, hemos sido afortunados, pero las recientes elecciones nos evidenciaron que no estamos vacunados contra el mal del autoritarismo. Por ello, reformar la PEP auxiliaría al Estado de derecho, que, ante el crítico deterioro actual de la economía, parece ser la última gallina de los huevos de oro que le queda a Costa Rica.
El autor es analista de políticas públicas.