Conversar es un arte social. Implica acompañarnos de otras personas para intercambiar pensamientos y sentimientos en procura de crear un entendimiento común sobre algo o alguien, cosa que, por cierto, no lleva necesariamente a acuerdos. Puede referirse, más bien, a una mejor comprensión de las posiciones o intereses que nos separan. Sin embargo, incluso en este caso, supone tender puentes de comunicación.
Sea cual sea el motivo o resultado de la conversación, el proceso mismo de conversar es como un juego en el que la pelota va y viene. Quienes dialogan aceptan que las contrapartes son integrantes de ese juego, están legitimadas para serlo y, por tanto, hay algún plano de igualdad y conexión entre ellas e interés en conocer lo que piensan. De lo contrario, la comunicación es una mera orden o un concurso de gritos e insultos, en el que las palabras son armas para herir o anular a los demás.
Una democracia está predicada sobre el arte cotidiano de la conversación política. La ciudadanía, como comunidad de iguales políticos, conversa sobre el estado de cosas y las maneras de mejorar la vida en comunidad. Esas conversaciones no son, precisamente, un té de canastilla, pues pueden ser difíciles, y no solo por la complejidad de los temas, sino porque las personas no se conocen entre sí, tienen recursos de poder muy distintos y maneras de pensar hasta opuestas. Empero, sin una sinfonía de conversaciones diarias, la democracia languidece, enferma de intolerancia y se reduce a una mera fachada de procedimientos legales, desprovistos de contenido, en manos de unos pocos.
Hice esta disquisición para plantear a los lectores una pregunta: ¿Cuántos de ustedes practican activamente el arte de la conversación política? Me refiero a tomarse el tiempo para llamar a una persona que opina diferente a nosotros para explorar maneras de comunicarnos, entenderla mejor, tantear puntos comunes y no para persuadirla de nuestras tesis.
Me refiero a la vieja maña de tomarse un buen café. Tengo la impresión que pocos lo hacen, que la mayoría estamos muy atrincherados detrás de nuestras verdades. Sin embargo, ese apertrechamiento es una fábrica de suspicacias y de aislamiento político recíproco. Conversar es (re)conocernos como ciudadanos. Sinceramente, creo que, sin muchos “cafés” de por medio, este país no logrará encontrar soluciones compartidas a los graves desafíos que enfrentamos.
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