Cerca, como estamos, de que en los primeros días de octubre se abra formalmente el proceso electoral que es previsible que concluya en abril del próximo año, podrían aventurarse diversas opiniones acerca del desusado número de partidos y personas que se postulan para los cargos que han de elegirse.
La nuestra es una sociedad abierta y participativa, concebida de modo que la soberanía popular se exprese con arreglo al principio de pluralismo político. Desde 1975, abandonamos una suerte de democracia militante, propia de los tiempos de la Guerra Fría, que prohibía la formación y el funcionamiento de partidos que, por sus programas ideológicos, medios de acción o vinculaciones internacionales, tendieran a destruir los fundamentos de la organización democrática o atentaran contra la soberanía del país. Esta regla se empleó para excluir, en sus distintas denominaciones, al partido comunista.
Desde aquel año, la regla cambió y adoptó su texto actual. En adelante, los partidos expresarán el pluralismo político y serán instrumentos fundamentales para la participación política. Con ello se perfeccionó una democracia en libertad, como la que predica la Constitución, no más empezar, que conjuga democracia y libertad como caracteres esenciales de la república, coincidentes y no antitéticos. A mi modo de ver, esto se reforzó con una reforma reciente, del año 2015, que amplió los rasgos fundamentales de la república y añadió su carácter multiétnico y pluricultural. Una enmienda, dicho sea de paso, cuyas posibilidades y consecuencias están todavía por descubrirse.
Corresponde a la ley pormenorizar todo este material normativo, y el Código Electoral lo ha hecho con evidente largueza. La organización de partidos políticos se basa, dice el Código, en un principio de libertad. La consecuencia, en tiempos de creciente fraccionamiento social, es lo que vemos: muchos partidos y muchos candidatos. Las opciones electorales se han disparado, con el consiguiente problema de discernir entre ellas. En la práctica, para los electores el resultado de todo esto será un panorama desconcertante y confuso.
En alguna medida, esta circunstancia se ve favorecida por la regulación constitucional de los requisitos de elegibilidad, tanto para el acceso a la Asamblea Legislativa como a la presidencia de la República. En este último caso, son solo tres: la nacionalidad, el estado seglar y la edad. En ambos casos, las causas de inelegibilidad aplican relativamente a muy pocas personas.
De allí el consejo: si alguien te pregunta: «¿Puedes hacer este trabajo, serías capaz?», debes responder: «Por supuesto»; cuando se descubra que no eres capaz, el trabajo ya será tuyo.
El autor es exmagistrado.
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