Desde mi casa, enclavada en la montaña, el Valle Central parece encenderse a la medianoche del fin de año por los miles de fuegos artificiales que, como luciérnagas, se prenden por todas partes, en las montañas y en el plano, ahora rojos, amarillos, verdes o morados. Mientras eso sucede, un avión despega del aeropuerto, al que tenemos en línea recta enfrente de nosotros, y me pregunto quién viajará a estas horas, cómo será eso de suspenderse en el aire cuando, en tierra, todos estamos cerrando simbólicamente un año más.
Ese espectáculo de pólvora multicolor que, en su fase más intensa duró casi media hora, debe ser toda una inversión de miles de millones de colones. Nunca lo había apreciado en toda su magnitud, y la verdad es que impone. No recuerdo si cuando niño la cosa era tan intensa ni si eso de quemar masivamente pólvora para celebrar el Año Nuevo es una costumbre social más reciente. Me pregunto otra vez cuántos de esos fuegos artificiales se encenderán guardando las mínimas precauciones de seguridad y cuántos quemados y accidentados. Supongo que los perros lo pasarán muy mal, aunque a los nuestros, por alguna razón extraña, les pela el ruidazal. Ni las orejas mueven.
La llegada del 2023 la apreciamos, pues, de una manera distinta, viendo la noche y sus estrellas y, mejor aún, regustándonos con esa proliferación de erupciones de luz policroma. Y, por supuesto, contra toda prevención de mi mente racional, en ese momento fui asaltado por el deseo y la esperanza, como todos los años, como siempre, pese a saber que en pocos días la ilusión se desvanecerá y nos quedaremos batiendo el barro de antes.
Entonces, ¿qué? ¿Prohibimos la esperanza, por mentirosa? Como si se pudiera... Ni la dictadura perfecta puede prohibirla, pues una parte medular de nuestra condición humana es la capacidad para imaginar futuros alternativos. Por eso espero que, contra mis impulsos realistas, en el 2023 la guerra en Ucrania termine en condiciones favorables para los ucranianos, que China y Estados Unidos encuentren un esquema para lidiar con sus tensiones geopolíticas, que los acuerdos de la COP15 para proteger la biodiversidad se ejecuten, que las democracias prevalezcan frente a sus enemigos y que mi pequeño país encuentre, finalmente, un sendero para retomar la abandonada senda del desarrollo humano. ¿Por qué no?
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.