Perdonen ustedes la generalización con la que titulé esta columna, pero es que a veces me viene bien un poco de exageración para representar lo dramático que me resulta algún fenómeno social, como el que me motiva a hablar hoy con ustedes.
Las experiencias y la reflexión que hago me llevan a preferir a las personas que dicen libremente lo que opinan con una vehemencia que se iguale a su pasión por escuchar a quien tienen enfrente. Esta gente resulta de lo más entretenida, pero, sobre todo, me ayuda a aprender, pues, con su diálogo franco, me fuerzan a refutar, preguntar e incomodar, condiciones que fomentan el pensamiento crítico.
Encontrar con quien tener verdaderas conversaciones es un reto que no se suele ganar. Abunda la gente con la boca llena de palabras insinceras, infladas y sin gracia, que pronuncian como sentencias judiciales y, por eso mismo, predecibles y aburridas.
Son megáfonos andantes que no tienen interés en tomar nota de opiniones ajenas, pues están llenos de certezas y dizque verdades, y por lo regular hablan en nombre de alguna causa de bien común, pero suelen andar en busca de reflectores para su propio provecho.
Usted se los encuentra en el súper, en una reunión o en la calle, y, comúnmente, dejan mareado a quien no se previene a tiempo. Abundan, sobre todo, en el mundo de la academia y la política, y ahí también marean a la gente.
Parlantes
Con la cultura moviéndose ascendentemente hacia lo instantáneo, esto destaca: políticos que se amparan en agendas más sexis para que su voz alcance mayor volumen; académicos con promesas de tirar abajo el “sistema”, pero que se desvanecen tan de repente como nuestros aguaceros.
En un plano particular, lo vemos también en la abundancia de monólogos superfluos que viernes tras viernes se vuelven trending topic en las redes sociales: la asistencia a cierto bar ubicado en el centro de San José, los llamados “viernes de pachucadas”, entre otros pocos.
Sé que dichas manifestaciones pueden ser interpretadas sociológicamente como muestras de las maneras en que la gente intenta escapar a una realidad que a veces es demasiado dura y fea para tenerla presente siempre, pero también pueden ser leídas como indicadoras del interés intelectual de cierta población en un momento dado y de su objetivo, que no es el diálogo, sino la publicación espontánea de mensaje tras mensaje que solo busca eco.
Sumado a lo anterior, resalta aquello que no se vuelve trending topic. Uno de estos días, por ejemplo, mientras alguien hablaba de lo que mencioné, apenas si era motivo de preocupación una apremiante situación política: la discusión sobre el voto público en la Asamblea Legislativa.
Pienso que esas personas, que me recuerdan un parlante, porque solo quieren proyectar lo que sale de adentro, se distinguen debido a que sus agendas responden a la inmediatez y que, por eso, al organizarse entre sí, lo que resulta es una convención de espejos, porque nadie parece ver más que su propio reflejo agrandado.
Suelen utilizar palabras rebuscadas, quizá con el objeto de mostrar inteligencia; tal vez, para mantenerse inaccesibles. A propósito, nunca olvido una asamblea estudiantil en la que participé en calidad de presidenta de la Asociación de Sociología, en la Universidad Nacional, donde uno de los líderes, con las características que acabo de enumerar, insistía en hablar con el tono de voz muy alto y durante la mayor cantidad de tiempo posible. Usaba un lenguaje francamente incomprensible para la generalidad.
En sus últimos minutos, me atreví a preguntar el significado de una de sus palabras: “¿Alguien sabe lo que quiere decir preclaro?”.
Por supuesto que como noveles estudiantes no sabíamos lo que quería decir aquella palabreja que hacía retorcerse de gusto al enunciador. Sospeché que él tampoco conocía la acepción de preclaro.
Cada uno por su lado
El filósofo polaco contemporáneo Zygmunt Bauman denominó comunidades percha al tipo de asociaciones basadas en vínculos superficiales y episódicos, que dan como resultado lo que él mismo denominó lazos de carnaval, es decir, unos en los que no hay obligación de mantener en lo cotidiano, sino solamente durante períodos especiales, tales como una fiesta, un encuentro fortuito, un funeral, una protesta.
La composición de estos grupos está dada regularmente por quienes andan en busca de identidad, genuinamente, o se componen por quienes persiguen un bien para sí mismos. En ambos casos, se quiere algo, pero sin pagar el precio, sin tener que aceptar las molestias de los vínculos permanentes.
Nuestros trabajos suelen estar llenos de relaciones tipo sopa instantánea, también nuestras familias. Si así fuera, serían trabajos o familias donde cada quien va por su lado y no se logran fines comunes.
El problema con este modo de relacionarse es su volatilidad y el poder con el que destruyen el encuentro mínimo necesario para construir relaciones que garanticen nuestro sistema de convivencia colectiva democrática. Si nadie escucha a nadie, y solo existe el deseo de imponer puntos de vista, seremos incapaces de atender los problemas urgentes que tenemos como nación.
Si cada quien habla de sí y para sí, y no le importan las palabras ajenas, estamos ante lo que el filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul Han describe como el espacio virtual, que funciona para la proyección, donde el individuo se relaciona, fundamentalmente, consigo mismo.
Tendemos a ser una sociedad Arco de histeria, escultura de la francesa Louise Bourgeois de un cuerpo que gira y se contorsiona sobre sí mismo.
Nuestra elección
Alguien que no quiere escuchar suele reaccionar con violencia cuando se ve obligado a ello, como sucede en períodos de crisis sociales, cuando saltan las voces que interpretan y recomiendan distintas lecturas, en contraposición con aquellas que gritan y aplastan lo que no se les parece.
La apatía por atender otras voces está relacionada también con la dificultad para dudar de las creencias propias y un apego calamitoso a lo propio. El problema es que si dichas actitudes abundaran en nuestra nación, lejos de ofrecer conexiones que nos permitan dialogar, las destruirían. Ya sabemos quiénes se benefician de ello: los políticos oportunistas que siempre, de paso, son populistas.
Tal vez nos está haciendo falta un poco de sentido común, pero no aquel que analizan la sociología y la psicología, y que se refiere a la costumbre de dejarse llevar por ideas preestablecidas sin razonarlas, sino el que estudia la filosofía, esto es, la capacidad para juzgar lo verdadero de lo falso, o lo bueno de lo malo, y tomar la mejor decisión.
Dicho de otro modo, que va siendo hora de aprender a elegir ideas, acciones, amistades, pareja y presidentes, y de evitar las tonterías.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.