Es un lugar común en la discusión política local el contraponer lo público a lo privado. En un entorno cada vez más polarizado, en donde los discursos tribales encienden las pasiones que las ideas no logran siquiera alcanzar y la búsqueda de difusos réditos electorales se contrapone a la búsqueda de objetivos comunes, esta falsa dicotomía florece, nutrida por el descontento, el resentimiento y, en especial, los intereses creados.
Así, lo público versus lo privado termina dominando las batallas campales retóricas en ámbitos tan variados como los ajustes presupuestarios, la tributación, las reformas institucionales o, incluso, a la hora de valorar la justicia de la forma en que el terrible reto que significa para la sociedad la pandemia provocada por el SARS-CoV-2 se distribuye entre los habitantes.
Como muchas otras discusiones públicas, ésta no supera la superficie de los prejuicios y, por lo tanto, termina siendo incapaz de hurgar lo suficiente como para alcanzar las causas subyacentes y realmente importantes.
Por una parte, la dicotomía es, en realidad, falsa. Lo público y lo privado no se contraponen, se complementan. Cuando legítimamente contribuyen al bienestar colectivo, las políticas e intervenciones de naturaleza pública se concentran en ámbitos en donde no existe una solución alternativa que, de forma descentralizada y espontánea, el comportamiento de los privados en los mercados pueda proveer con eficiencia y equidad.
Es así desde la provisión de lo que los clásicos denominaban bienes públicos hasta las intervenciones diseñadas para crear o regular mercados, cuando éstos no existen o funcionan imperfectamente.
Cuando al hacer su parte, lo público falla, la rentabilidad de lo privado sufre; pues sin esas tareas que muchas veces se dan por sentadas, los factores ven mermada su capacidad productiva incluso en el marco de la propiedad privada más estricta.
¿De dónde surge, entonces, la peregrina idea de confrontar lo público con lo privado? Como suele suceder con frecuencia en nuestro eufemístico debate público, lo que sucede es que se está haciendo referencia a otra cosa muy diferente: la disputa de las rentas creadas por políticas públicas mal diseñadas o, en el peor de los casos, abiertamente capturadas por intereses particulares.
Son cosas muy distintas. Las reformas que pongan límites y corrijan esta captura y extracción ilegítima de rentas son necesarias y urgentes, no sólo porque son causa de problemas profanos como los presupuestarios; sino porque, además, entrañan amenazas graves para nuestra sociedad como la pérdida de legitimidad de la dinámica democrática.
Abordar esta necesaria discusión pública desde lo superficial no contribuye en nada a resolver el problema que yace bajo las escaramuzas ideológicas; sólo servirá para dividir y enfrentar.
Con la visión maniquea del problema, se corre el riesgo de terminar desmantelando los espacios legítimos de intervención estatal, profundizando los problemas económicos, políticos y sociales. Por algún tiempo, quizás sólo la rentabilidad de quiénes capturan las rentas seguirá asegurada, al menos mientras el daño al tejido social que provocan estas inequidades no termine destrozando totalmente los espacios de convivencia.