En un antiguo pueblito en una costa de Irlanda llamado Drogheda, la iglesia católica tiene en exhibición permanente la cabeza de Oliver Pluckett, un sacerdote irlandés condenado a muerte en 1681 en Inglaterra, víctima de información falsa que circuló en panfletos.
En los años 1500 y 1600 en Europa, conforme más actores políticos tenían acceso a la imprenta y más personas podían leer, se armó una guerra de panfletos. Con retórica extrema, emocional e información falsa, los panfletos lograban enfocar la atención del público en ciertos temas.
Ese siglo estuvo marcado por luchas de poder político y religioso y debates sobre los (entonces inexistentes) derechos de las mujeres, y los panfletos se convirtieron en la principal forma de obtener apoyo popular e influenciar decisiones a favor de una idea u otra. Algunas de esas ideas eventualmente culminaron en hechos históricos, como la guerra civil inglesa y la reforma protestante.
Casi medio milenio después, es difícil no ver algunos paralelismos entre la guerra de panfletos de ese entonces y la ola de noticias falsas, teorías de conspiración y debates tóxicos en redes sociales que atraviesa hoy el mundo democrático.
Esta vez, en lugar de la imprenta, el detonante ha sido el surgimiento de y el acceso masivo a tecnologías de información, las cuales han traído consigo noticias falsas y retórica extrema en donde las emociones importan más que los hechos.
Al fenómeno se le ha empezado a llamar la política de la posverdad, en referencia al paso de un estilo de debate público basado en datos, hechos y criterios de expertos a uno en donde la prioridad es apelar a las emociones del público, instigar divisiones y minar la confianza en las instituciones democráticas.
La crítica a la discusión basada en datos, hechos y criterios de expertos imperante durante las últimas décadas es que estos no son 100 por ciento puros. Tienen cargas ideológicas y pueden ser manipulados.
Sin embargo, queda claro que la medicina propuesta – discutir sobre la base de ideología abiertamente desconectada de hechos verificables e ignorante de posibles consecuencias – es peor que la enfermedad.
Al igual que hace 600 años, la información falsa y la retórica extrema de la actualidad tienen un objetivo práctico: Darle poder a quienes las promueven.
En Inglaterra, por ejemplo, cifras alarmantes sobre el supuesto costo de seguir en la Unión Europea fueron desmentidas en múltiples ocasiones, pero los promotores de Brexit siguieron repitiéndolas. Las aclararon solo hasta después de ganar el referéndum.
En Estados Unidos, el 70% de las afirmaciones hechas por Donald Trump en campaña evaluadas por la organización PolitiFact fueron total o parcialmente falsas, pero Trump siguió repitiéndolas porque apelar a los votantes con información masajeada para alimentar prejuicios puede ser efectivo.
Este modo de hacer política hasta ahora ha parecido favorecer y/o atraer particularmente a gobiernos con modelos autocráticos, partidos conservadores, organizaciones religiosas, y grupos radicales (racistas, misóginos, xenofóbicos, etc.), pero ocurre de forma distinta en cada país.
Las discusiones de hoy en día no son muy diferentes en su naturaleza de las de los años 1500 y 1600. Giran en torno a orden político, religión y los derechos humanos de grupos sociales históricamente discriminados. Es decir, se trata de temas que pueden tener consecuencias importantes no solo en nuestro futuro próximo, sino para las generaciones que vienen.
En ese sentido, aunque no es el objetivo de la exhibición de Drogheda, la cabeza de Pluckett bien sirve como recordatorio de que la información falsa y la retórica extrema no se quedan flotando en la web. Tienen consecuencias reales.