Mi primer encuentro con la zona azul fue una tarde de 1968. Yo tenía tan solo cuatro años y en mi recuerdo apenas queda el retumbo de mi jineteo salvaje sobre el regazo de mi bisabuela, quien para entonces ya contaba más de noventa. Doña Isolina Centeno, mejor conocida como la Chola, era un manojito de huesos que parecían amarrados a coyunda debajo de una piel casi traslúcida. Yo, en cambio, era un gordito salvaje que brincoteaba sin piedad, como si la humanidad de mi anciana bisabuela sentada sobre una mecedora fuera un carrito chocón. Hablando estrictamente, la Chola no era nicoyana, sino de más arriba, liberiana de cepa, y había ejercido como maestra en el humilde caserío de Guardia, a orillas del río Tempisque, un titipuchal de años, antes de acabar arrimando su tercera edad bajo el techo de su tercera hija, mi abuela esperanza.
Digo que aquella tarde del 68 fue mi primer encuentro con la zona azul porque yo, como ya les dije, brincaba inmisericorde mientras alguien, no sé si mi mamá o mi abuela, trataban de quitarme de encima de la pobre Chola, que debajo de mis pesadas piernotas de citadino bien alimentado, en vez de quejarse, se reía a carcajadas. “Quitate de ahí, muchacho, que la vas a matar!”, gritaba mi abuela. Pero la Chola, entre risas, le respondía “¡Dejalo, dejalo que brinque!”. Y pues, ese es el único recuerdo que guardo de mi bisabuela.
En algún momento, hurgando entre mis memorias para dar con material para un cuento o una canción, traté de recordar algo más, pero fue imposible. Todo lo que me queda de ella es ese fragmento vago en el que yo brinco y ella ríe, y el contraste entre la actitud sensata y protectora de mi abuela y la disposición alegre de la anciana, que no quería que el brincoteo acabara.
El instante es tan corto que es casi una fotografía. Si lo pienso bien, la Chola me dejó más en ese instante que lo que me ha dejado mucha otra gente con la que me he topado en la vida, y con la que quizás pasé años. Me dejó la incomparable ternura de su risa, esa risa infantil que solo nos regresa al rostro cuando superamos cierta edad y volvemos a ver a los niños como pares. Y me dejó aún más en ese instante: la voluntad para utilizar la palabra para defender la alegría (como diría Mario Benedetti), defenderla de la sensatez, del buen juicio y del comedimiento.
Traigo esta herencia a colación porque la lectura de este hermoso libro de Dorelia me ha hecho reflexionar sobre muchas cosas que están contenidas ahí: en la voz de los ancestros, en los espacios de la infancia, en el aroma de la tortilla echando panza en el comal y en el molinillo girando y escupiendo masa de maíz pujagua para hacer el atol más exquisito que alguien pueda probar sobre la faz de la tierra. Y es que Zona azul me agarró en curva, cuando ya creí que tenía resueltas todas las preguntas acerca de mi pasado, cuando pensé que ya no había telarañas en las imágenes de la casa vieja de Nicoya, cuando creí que ya no se podía encontrar nada nuevo en los cajones de aquél ropero que se volvió leña hace más de cuarenta años.
Explico un poquito lo que quiero decir: Sé bien que cada lector encuentra su manera de leer cada libro, y entonces esto que digo para nada tiene la pretensión de ser una lectura aplicable o válida para otra persona. Es la mía, y ya.
Yo leí Zona azul devolviéndome a cada rato. Releyendo. ¿Cómo les digo? Sentí que la escritura invitaba a devolverse, a dejarse releer, desde los primeros párrafos, o al menos así fue para mí (así como hay libros que “invitan” a saltarse párrafos, ¿no?, hay otros que invitan a demorarse, devolverse, repetir el paseo, en fin…). Cuando más adelante en la lectura descubro que la protagonista, Nanda, es alguien que regresa a los lugares de su infancia y juventud, y que al regresar después de muchos años comienza a traer de vuelta las imágenes, las personas, las pasiones, los aromas, comienza a revivir…, a releer su vida, me doy cuenta de que quizás mi intuición inicial no andaba tan perdida.
Conforme Nanda se sumerge en el Guanacaste Azul, peninsular, también va reconstruyendo un camino que su cuerpo ya conoce, una alameda de malinches y caraos que le enciende la intuición y que la conduce a cambiar la lectura de su presente, y también a arribar a conclusiones diferentes de lo que la parte analítica de su cerebro esperaba.
Para encontrar respuestas sobre la longevidad, Nanda no viaja a Nicoya, sino al pasado, al suyo propio. Sin pensarlo y sin preverlo se sumerge en la lectura de sus pasos para encontrar mucho más que una respuesta sobre su tema de investigación; para encontrar una respuesta distinta, una a la que nadie más habría podido llegar, sino solamente ella. Cuando la investigadora se sumerge en su historia, el hallazgo es ella; eso contamina, perfuma, deforma y modela inevitablemente los frutos de su investigación.
La novela indaga a fondo sobre un problema viejo y sobre el que se ha escrito mucho, pero que no deja de ser siempre actual: el de la relación entre quien investiga y el objeto investigado. El ojo frío, aséptico, del investigador ideal es un mito que las aguas cargadas de cal del río Grande nos devuelven lleno de imágenes cálidas. Imágenes como las que Nanda asociaba con su Siemprejamás (no les voy a contar la novela, ¡ni se crean!). Imágenes cálidas, texturas, sabores, encuentros repetidos y otros postergados, con capítulos que nunca debieron quedar bajo llave. Retazos y recuerdos imborrables, (y aquí perdonen que lo confunda todo, porque comienzo hablando de Nanda y ahora vuelvo a hablar de mí, del lector que viaja con ella y también regresa a la zona azul, para recobrar recuerdos…) recuerdos como el de mi bisabuela Isolina riendo y yo brincando. Imágenes de una vida leída y releída hasta el tuétano. Una vida en la que chiroteamos como salvajes durante la infancia, para acabar riendo a carcajadas durante nuestros últimos días. A decir verdad, tras leer Zona azul me queda la certeza de que esa es, precisamente, la vida más larga a la que deberíamos poder aspirar. Cualquier otra cosa (que no sea chirotear y reír) pasa al terreno de la contabilidad, de la estadística y del manoseo de las farmacéuticas.
El viaje de Dorelia, perdón, de Nanda es una una invitación a releernos, como ella, a retomar caminos perdidos, a quedarnos, a quedarme por ahí disfrutando de mi homeopatía y mis recuerdos, de la memoria de mis abuelos, tíos, hermanos. Como Nanda que, al final, tiene la respuesta que buscaba para su investigación, pero ya no le importa. Porque desde allí donde acaba llegando, la longevidad y los años le importan menos que dormir bien, que soñar rico, que pasar la vida soñando subir a las nubes, donde crece y prospera el árbol de la inmortalidad, el verdadero, el que habita en nuestra imaginación: la única y fecunda fuente de los mitos sobre los que nos construimos. Mitos y sueños, una fabulosa definición de la vida, a la que jamás deberíamos haber renunciado.
Gracias, Dorelia, por devolvérmela, por hacerme releer tus párrafos, uno tras otro, y acabar releyéndome a mí, acordándome de la Chola, y reivindicando como mío su derecho a morirse de la risa.