Cuando se anunció el Óscar a mejor película en la más reciente edición de los premios de la Academia, las miradas no se posicionaron sobre el escenario. El grupo de productores de Green Book (todos hombres, todos blancos y de mediana edad) aceptaban la estatuilla y daban sus discursos, pero el verdadero protagonista se encontraba camino a la salida.
Consumido por la ira y la frustración, el director neoyorkino Spike Lee (ícono de la representación afroamericana en el cine) no pudo mitigar su descontento por la decisión.
No se trataba del mero hecho de perder contra un filme en total contraposición política y estética a su incendiaria BlackKklansman (El infiltrado del KKKlan), sino que era un repudio más amplio y estructural. Más leña para el vasto fuego de desilusión que ha permeado una tradición de glorificar narrativas raciales cuestionables.
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En más de 100 años de existencia, la imagen en movimiento (como arte y como industria) se ha mantenido en constante reinvención, pero rara vez pierde vigencia el rezago ante las luchas sociales que vislumbra la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas con su selección del “mejor filme del año”.
Relatos de cordialidad
En 1940, Lo que el viento se llevó honraba su pomposa presentación y millonaria recaudación al alzarse con el galardón a la mejor película, pero críticos culturales de la época, como el dramaturgo Carlton Moss, vieron detrás de la fachada de aquel célebre romance épico. Lo que se encontraron fue un retrato del sur estadounidense que reducía a los negros a “personajes planos y dóciles”: siempre serviciales a pesar del brutal contexto de opresión y esclavitud.
Para Moss, la “súplica por simpatía” de la cinta le evitaba ser categorizada junto al racismo frontal de la infame El nacimiento de una nación (The Clansman), pero esto no minimizaba su “ataque por la espalda” a la historia de la negritud.
Al rehuir de todo tipo de confrontación, los miembros de la Academia forjaron un precedente en el triunfo de “las buenas intenciones”. Un sesgo institucionalizado que, ante el duelo entre conflicto y consenso, parece siempre favorecer al segundo.
Casi 30 años tuvieron que pasar para que el tema racial volviera a ser explorado en un filme premiado a mejor película. Era 1967, y en medio de la ebullición social del movimiento por los derechos civiles liderado por Martin Luther King, la ganadora fue En el calor de la noche.
El efectivo drama policial exploraba la dificultad de un detective negro para liderar una investigación en el sur estadounidense, y de cierta manera, fue la consagración de su actor principal Sidney Poitier, pionero que demostró que el estrellato en el sistema de estudios y el nacer afroamericano no eran excluyentes. Sin embargo, aún en este llamado “triunfo para la representación”, se encontraban matices de complacencia.
Para Wesley Morris, crítico de The New York Times, el auge de la figura de Poitier, y por extensión el triunfo de En el calor de la noche, existen dentro de un marco de “paternalismo blanco”, en el cual el rol protagónico del intérprete afroamericano estaba siempre condicionado a ser una herramienta de redención para su cómplice blanco (el detective Gillespie, en este caso).
Es decir, la lucha de la persona negra ante un sistema intrínsecamente excluyente no era material para los Óscar a menos que existiera un claro mensaje de cofradía y superación. Idea que se consolidó en 1989 con el polémico triunfo de Driving Miss Daisy, cinta que no solo remite a Green Book por su trama y tratamiento ameno, sino también por su tesis de amistad interracial.
En el mismo año que Spike Lee daba de que hablar con la efervescente ira y descontento de Do the Right Thing, la Academia optaba más bien por la propuesta de reconciliación racial del largometraje en el que Jessica Tandy y Morgan Freeman interpretan a una acaudalada mujer blanca y a su chofer negro. Para críticos como Morris, los problemas con esta decisión son la validación de una narrativa condescendiente que propone que ambos lados deben poner de su parte para “sobrellevar el racismo” y el hecho de que estas películas exponen vínculos que solo nacen del ámbito laboral.
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Espejismos del cambio
La llegada del nuevo milenio vino de la mano con un auge en las luchas por la representación. A pesar de su promesa de renovarse, la Academia ha batallado con los vestigios de una visión de mundo centenaria y complaciente. Previo a la premiación de este año, la epítome de ello fue cuando se galardonó a Crash como mejor película del 2005.
Para Ta-Nehisi Coates, crítico cultural de The Atlantic, el triunfo de la cinta de Paul Haggis era una confirmación de los conceptos más irresponsables del liberalismo blanco. La redención de un policía racista y la amistad entre servidora doméstica y patrona proponen una posición de armonía racial por medio del diálogo, que, a juicio del escritor, refleja una visión que reduce los conflictos a “una cuestión del ayer”. Lo que sucede literalmente en el 2012 cuando la ganadora fue 12 años de esclavitud.
Si bien es notable por la crudeza y la maestría formal con la que retrata la experiencia de los esclavos en el sur estadounidense, la película dirigida por Steve McQueen se mantuvo dentro de un marco de referencia del pasado. En medio de las movilizaciones incitadas por la brutalidad policial hacia la población afrodescendiente, la decisión de la Academia premiaba un señalamiento de injusticia desde la comodidad que brinda la distancia histórica.
En el 2016, el paradigma pareció cambiar con la celebrada victoria de Moonlight. Una película independiente que exploraba de manera poética e íntima la identidad racial y la sexualidad. El filme de Barry Jenkins no hablaba de la negritud directamente, sino que la irradiaba en cada encuadre y gesto de una puesta en escena concebida desde la sutileza, palabra rara vez asociada con los Óscar.
En vez de eclipsar el triunfo artístico y sociocultural que significó la selección de Moonlight, la reciente victoria de Green Book recontextualiza y hasta demerita aquella decisión. Se torna difícil verla como algo más que una eventualidad, un apagaincendios en medio de la controversia de los #OscarsSoWhite (hashtag que nació como descontento hacia la falta de diversidad en sus nominaciones), cuando no hay indicios previos o posteriores que muestran una nueva visión del cine para la Academia.
Queda claro que no se trata de una cuestión de calidad. El enganche que se logra con los votantes no sería posible sin las actuaciones memorables y deslumbrantes puestas en escena que suelen presentar todos los filmes nominados; no obstante, la elección de uno sobre otro alude una posición cargada de significado e ideología.
Tras la victoria de Moonlight, el crítico costarricense Armando Quesada hablaba de una encrucijada para los Óscar. La toma de una decisión entre “abandonar el discurso políticamente correcto o corregirlo”. Por un efímero instante, había cimientos que apuntaban hacia lo segundo. Incluso ante oportunidades para la denuncia explícita, tales bases colapsaron ante el miedo al conflicto y la apelación al consenso.
El domingo el 24 de febrero, Spike Lee afirmó que “cada vez que alguien hace de chófer de alguien, pierdo”. Las risas y la ironía no tardaron en llegar, pero así como con sus películas, detrás de la comedia yace la preocupación genuina de ver que la historia se está repitiendo.