Llegar a ser poeta joven es una esperanza que nunca se pierde con los años: es tomarse en serio toda la fuente de la juventud. La poesía suele ser un género de los jóvenes, de cuando se tiene más vida que biografía.
Sin embargo, también puede haber viejos poetas, como los sucesivos Homeros; crearon la Ilíada recitando ante el mar Egeo mientras los fenicios les inventaban la escritura, que les llegó demasiado tarde. En aquel tiempo, los poetas fueron analfabetos, mas este privilegio se ha reservado hoy para ciertos políticos que no improvisan poesía.
Curiosamente, en contraste con la poesía, algunos críticos y escritores han percibido, en el ensayo, el género de la madurez: la plenitud de la tarde, la gracia que la experiencia regala al talento. Así, el argentino Adolfo Bioy Casares afirmó: “El ensayo es un género para escritores maduros. Quien se abstiene de toda tentación, finalmente evitará el error” (estudio preliminar de Ensayistas ingleses).
Empero, volvamos a las mañanas. Lord George Gordon Byron es un poeta joven como mandado a hacer por el posterior Romanticismo para que sirva de modelo al artista –más que contestatario– respondón. A veces, un romántico es un hombre de letras que pasa a las acciones y que tal vez muera en ellas. Lord Byron no tiene madera de árbol; no se está quieto; no echa raíces: sus raíces lo echan; ansía que sus años pasen a la historia pues ve que, en otros, la historia no ha pasado por los años.
Una vida de bolero
Lord Byron (1788-1824) viene a ser el rapsoda que se tomará en serio el discurso que el loco Alonso Quijano pronuncia sobre las armas y las letras (Don Quijote, capítulo 38), y se sumará al empeño de liberar a Grecia del asfixiante dominio del imperio otomano (vale decir, Turquía): demasiados turbantes, que nublan la vista de las ínsulas egeas; pero no nos adelantemos al futuro.
Verdad es también que el sexto barón de Byron es un joven tarambana, suerte de pre-hooligan de la literatura que gusta de “épater le bourgeois” (escandalizar al burgués) con su banda de literatos, rapsodas ambulantes, cantos rodados: niños-bien infiriendo pequeños males.
Byron frecuenta el opio y la amistad, y entre sus compañeros de andanzas caminan el poeta Percy Shelley y la esposa de este, Mary Wollstonecraft Godwin, precoz autora de Frankenstein, o el moderno Prometeo, reciclado precursor salido del montaje de la imaginación.
La vida del romántico es como un festival de boleros: demasiadas letras (no pagadas), demasiada música insomne de serenatas. Estas inquietudes deben ser invitaciones a un cambio de vida, mas George Gordon prefiere cambiar de país: parte de la orgullosa Inglaterra para siempre en 1816. Recordemos que el continente europeo es una isla separada de Inglaterra.
Ya entonces, en la imaginaria superproducción que Byron filma con su vida, los turcos son la bárbara reencarnación de los hirsutos persas de antaño (quienes no eran bárbaros, obviamente, sino artistas del refinamiento descatalogados por la mala prensa de la historia –que, para su mala suerte, nació en Grecia, además–).
El último combate
Lord Byron pretende encabezar la toma de la fortaleza de Lepanto, puerto que vive en Grecia bajo el sorpresivo nombre de Naupacto –y nosotros, que pensábamos que solo habitaba en la biografía de Cervantes–. Su plan se frustra pues la historia es tornadiza cual “femme fatale” de novela negra.
Byron presenta fiebres (tal vez por causa de la malaria), y lo desangran en un combate: no con los turcos, sino con ciertos médicos, a quienes se opone. El noble Byron no muere de lanzas, sino de lancetas, y fallece en 1824 con 36 años. “Muere joven el elegido de los dioses”, sentenciaban los griegos, y Lord Byron moría precisamente en Grecia.
Para los helenos de hoy, Lord Byron es un héroe; mas el escritor español Eugenio d’Ors no amó a Byron; lo trató de “señorito calavera” que, borracho, rompía alegremente las vajillas pues sabía que su padre pagaría la factura (“vide” El valle de Josafat). No obstante, a Eugenio d’Ors deben perdonársele también los platos rotos de sus juicios ya que los pagó bien pagados con el oro de su estilo.
Acto seguido, don Eugenio recogió la injusticia de un historiador alemán, Heinrich von Treitschke, y acusó a George G. Byron de carecer del “pensamiento del deber”. Tal contrabando es excesivo, y hay que denunciarlo en este párrafo. No carece de deber quien se impone uno para el que no está llamado por la geografía (Britannia no dominaba a Grecia, aunque ya usurparía a Chipre, cual una Malvina extraviada en el mar Mediterráneo).
Dos impacientes
Si no convocado por la geografía, Lord Byron sí se sintió llamado por la historia. De Grecia venimos todos: de ese país antiguo y pequeño en el que –para escándalo nuestro– los deportistas también sabían hacer filosofía, y los filósofos practicaban deportes (¿en cuál ángulo del Peloponeso se perdieron estas buenas costumbres?). Por respeto a Lord Byron, don Eugenio d’Ors debió guardar todos los minutos de silencio y fabricar, con ellos, unas horas fúnebres en loor del poeta aventurero.
Más generoso fue el singular (por católico e inglés) Gilbert Keith Chesterton, urdidor de paradojas: “Oyó de improviso la llamada de esa felicidad secreta y subconsciente que yace en todos nosotros, y que puede emerger de repente al ver la hierba de un prado o las lanzas del enemigo” (ensayo El optimismo de Byron; traducción de Juan Manuel Salmerón).
Algo más que el ideal de la liberación de Grecia dejó Byron: una hija, Augusta Ada Byron King, condesa de Lovelace (1815-1852), admirable matemática y creadora de la programación informática (o sea, números “avant la lettre”, paradoja que habría complacido a Chesterton). Como su padre, Augusta Ada murió a los 36 años; como él, se adelantó a su tiempo. Unas familias crean moderados; otras, impacientes.