En la Francia de la segunda mitad del siglo XIX, un compositor tenía una sola manera de conseguir cierta notoriedad: con una ópera o un ballet y, mejor todavía, con una ópera que contuviese un ballet. A Gounod, Bizet, Lalo, Delibes, Thomas, Massenet, Charpentier, la gente los recuerda por sus óperas o ballets. ¿La música sinfónica? No le interesaba a nadie, y ello explica, en buena medida, el hecho de que un genio como Berlioz no hubiese nunca recibido el reconocimiento que merecía.
Para aquellos que creen no haber nunca escuchado nada de Gounod, les diré que se equivocan: la torvamente macabra Marcha fúnebre para un títere fue usada como música para la serie Alfred Hitchcock presenta, y su Ave María –melodía superpuesta al primer preludio de El clave bien temperado de Bach, con este fungiendo como acompañamiento– goza de universal popularidad. No hay boda, funeral, novenario o celebración sacra en la cual no se oiga.
Pero, claro, la pieza maestra de Gounod es su ópera Fausto: desde su estreno en el Teatro Lírico de París, el 19 de marzo de 1959, ha sido objeto de más de 2 500 representaciones en la ópera de París solamente. La obra sigue de cerca la primera parte del Fausto de Goethe, con un héroe atribulado, una heroína redentora y enamorada, y Mefistófeles enredándolo todo con tal de ganar para sí el alma del buen doctor.
Recordemos que la obra de Goethe comienza con Mefisto y Dios apostando a quién logrará hacerse con el alma del protagonista. En cierto modo, los personajes son trebejos en manos de dos colosales ajedrecistas, que se trenzan en feroz contienda, manipulando sus piezas a su antojo.
En la blasfematoria escena “de la taberna”, Mefisto entona las famosas y sulfúreas estrofas “del becerro de oro”, en las que no dice nada que no sea verdad. Satán conduce el multitudinario baile humano: los hombres “se arrastran en el fango” y “adoran el vil metal”, mientras el Diablo, “monstruo inmundo, escupe a los cielos”. Es un soberbio rol para un bajo-barítono.
El homo religiosus
Las resonancias religiosas del primer Fausto de Goethe –sobre todo la noción de que un hombre pueda ser redimido por el amor de una mujer– deben de haber conmocionado a Gounod, quien durante sus años de juventud consideró estudiar para el sacerdocio, y escribió un considerable y valioso volumen de música sacra.
De hecho, en 1854 escribió una Misa de Santa Cecilia que fue estrenada en la Iglesia de San Eustaquio el 22 de noviembre de 1855 –día de Santa Cecilia, patrona de los músicos–. Fue con esta obra que París comprendió que estaba frente a un músico de superiores facultades.
Así, más allá de los intríngulis argumentales, el gran tema del Fausto es la redención por el amor: la más potente línea de fuerza de la religión y la sensibilidad cristianas.
Gounod estudió a fondo las misas de Palestrina y la música sacra de los siglos XV y XVI. Desgraciadamente, su destino era quedar por siempre ligado a Fausto y nada más que Fausto. Fue una de esas obras –como Carmen, de Bizet– que asesinan el resto de las piezas del compositor.
¿Quién sabe que Gounod compuso trece óperas? La meliflua Romeo y Julieta y quizás Mireille se oyen todavía, de vez en cuando, pero muy por detrás de Fausto. También compuso dos sinfonías, la primera de las cuales sirvió de modelo para la encantadora Sinfonía en Do mayor de Bizet.
En 1849 escribió una Marcha Pontificia, que se convertiría en 1969 en el Himno Nacional del Vaticano. Y sobre el atril de su piano hizo grabar en bajorrelieve el rostro de Jesús. Sí, era un católico devoto, y un alma prendida de lo divino, de lo trascendental. Su obra religiosa es descomunal, y por mucho supera su legado lírico –aunque el mundo no lo vea así–. Compuso oratorios, diversas misas, réquiems, motetes… ese era su verdadero universo, la residencia de su alma.
¡Una guitarra, mi reino por una guitarra!
Corría la primavera de 1862 cuando Gounod disfrutaba de unas vacaciones en el norte de Italia. La noche del 24 de abril salió a caminar por los evocativos litorales del lago Nemi. De pronto, se vio atraído por una música lejana (“Los sonidos y los perfumes giran en el aire de la noche” –hubiera dicho Baudelaire–). Al mirar en la dirección de donde procedía la música, Gounod descubrió a un campesino italiano que caminaba, cantando melodías tradicionales con acompañamiento de guitarra. Durante largo rato lo siguió, hipnotizado por la música.
A un amigo le confió: “Me sentí tan arrebatado, que lamenté no poder comprar ambas cosas: el músico y su instrumento, pero siendo esto imposible, hice la segunda mejor cosa: adquirí la guitarra y me propuse aprender a tocarla tan bien como el campesino”. Al regresar a su hotel, inscribió con tinta en el instrumento: “Nemi, 24 aprile, 1862”. Fue uno de sus más preciados tesoros.
En efecto, aprendió a tocar la guitarra (sus instrumentos eran el piano y el órgano) y, luego, la mandolina. Resulta conmovedor que este genio que tocaba de memoria los 48 preludios y fugas de El clave bien temperado, de Bach, fuese también sensible al canto de un campesino, y a su arte con la guitarra.
Desgraciadamente, el instrumento fue severamente dañado durante la guerra franco-prusiana de 1871. Hoy, la venerable guitarra está en exhibición permanente en el Museo de la Ópera de París. Cuento esta historia para que se formen una idea del eclecticismo y amplitud del criterio estético de nuestro compositor.
Gracias, maestro
Gounod fue un bello ser humano, un colega generoso, un paladín de todo lo noble y hermoso. Y, sobre todo, un compositor que todavía debe ser, casi en su totalidad, explorado y descubierto por el público. No lo conoce quien solo haya escuchado su Fausto, la Marcha fúnebre para un títere o el Ave María.
Era un melodista excelso, pero cuando tenía que escribir contrapunto o componer una fuga emergía el estudioso de Juan Sebastián Bach, y su maestría solo podía calificarse de incomparable. Luego, volvía a la melodía fácil, elegante, grácil, tan del gusto del público francés de su tiempo.
Para su Fausto se inspiró –es lo menos que podemos decir– en La condenación de Fausto, obra monumental de su predecesor Berlioz.
Gounod retoma las ideas de Berlioz y las reformula en un lenguaje mucho menos original, menos audaz, menos futurista que el cultivado por el autor de la Sinfonía Fantástica. De ahí su mayor popularidad, que no ha mermado ni envejecido.
Recordemos que nuestro Teatro Nacional fue estrenado el 18 de octubre de 1897 precisamente con la ópera Fausto. A 200 años de su nacimiento, decimos: “gracias maestro, porque ennobleciste nuestras vidas con tu arte, y ensanchaste el siempre tornadizo horizonte de lo bello”.